La campaña para ponerle nombre al nuevo aeropuerto de Quito tuvo un buen despegue y un pésimo aterrizaje. Despegó hace cuatro meses con la promesa solemne del Alcalde: “Será la ciudadanía la que bautice el lugar mediante el mecanismo de la votación electrónica”. Varios meses antes, los miembros de una comisión conformada por la Dirección de Asuntos Internacionales, la Empresa Metropolitana de Servicios Aeroportuarios y el Cronista de la Ciudad habían seleccionado cuatro alternativas para poner a consideración de los quiteños; Mitad del Mundo, Carlos Montúfar, Eugenio Espejo y Manuela Sáenz. Quito Honesto se encargó de vigilar la transparencia y realizar el conteo de votos. Los quiteños bautizaron al nuevo aeropuerto con el sugestivo nombre de “Mitad del Mundo”. Pero la alegría del pobre dura poco; en la siguiente sabatina el recién bautizado se quedó sin nombre porque el Presidente dijo que no estaba de acuerdo con el cambio. Es posible que no haya sido buena ideal bautizarle de nuevo al aeropuerto; criterios “autorizados” cuestionaron la idea y la sal quiteña se burló del proyecto diciendo: “Si no les gusta Mariscal Sucre, pónganle General Moncayo”, pero ¿y el resultado de la consulta? La sabatina puso en aprietos a la autoridad municipal, que no podía aparecer como irrespetuosa de la participación ciudadana, pero tampoco tenía fuerza para hacer valer los resultados. Encontraron una imaginativa solución: realizar una segunda vuelta con dos nombres finalistas, el propuesto por la participación ciudadana y el propuesto por la revolución ciudadana. Era fácil pronosticar cuál sería el triunfador.
Esta semana, el Municipio entregó el nuevo resultado: la segunda vuelta anuló a la primera vuelta y le dio la razón a la sabatina. Todo volvió a fojas cero y el aeropuerto nuevo llevará el mismo nombre que traía el viejo aeropuerto.
El episodio solo servirá como anécdota para los cronistas de la ciudad y para demostrar cómo se manipula la llamada participación ciudadana, cómo la publicidad decora procedimientos poco decorosos, cómo se gastan dineros públicos en investigar, organizar, hacer y deshacer actos de apariencia democrática y, por último, para dejar al descubierto el escaso margen de autonomía de los gobiernos “autónomos”.
Una noticia de última hora asegura que hay votos suficientes en la Asamblea para aprobar la Ley de Comunicación con el aporte de diez “independientes”. Es aplicable a ellos, mutatis mutandis, la jocosa referencia de Graciliano Acevedo: “El partido independiente perdió, sin querer, el in y se quedó dependiente; cansado de verse así, enseguida perdió el de y vino a quedar pendiente; después, en el mes de abril, perdió el pen, le quedó el diente, y hoy tiene gastado el di y se quedó convertido en ente, su origen, principio y fin”.