Uno solo entre 100 diputados se atrevió a discrepar tímidamente en la votación de las enmiendas constitucionales. No votó en contra, solo se abstuvo. Fue suficiente para que caiga aplastado por el peso de la disciplina partidista. Su voto no era necesario para la aprobación, pero ese tibio desafío era una amenaza grave para la autoridad que, hasta entonces, se había mantenido impoluta. El partido decidió, sin remordimientos, el castigo que merecen los disidentes y la grey, disciplinada, inició el acoso y la presión hasta que la “oveja negra” se rinda y abandone el partido.
Las preguntas impertinentes son inevitables y la primera a plantearse es: si los diputados no pueden pensar y decidir por su cuenta; sí deben, obligatoriamente, someterse a las decisiones del partido, o del dueño del partido, ¿para qué van a la Asamblea? Bastaría que acuda el director del partido y vote por 100. El movimiento político que había convertido en héroes a políticos que traicionaron a otros partidos, ¿por qué no tolera la indisciplina? Clemenceau lo explicó muy sencillamente: “Un convertido es un traidor que abandonó otro partido para inscribirse en el nuestro. Un traidor es un hombre que dejó nuestro partido para inscribirse en otro”.
El tema es más complejo de lo que parece cuando se piensa sobre el sentido de la disciplina partidista y se plantea el dilema entre la lealtad a los electores y la lealtad al partido. Los sumisos, claro, no se hacen lío. Ellos habían resuelto tempranamente el problema, cuando firmaron un documento que le daba al director del movimiento político la facultad de destituirlos si no cumplían las decisiones tomadas por la cúpula.
Nuestra historia parlamentaria ofrece capítulos terribles relacionados con el tema. Un diputado se hizo tristemente célebre con su voto y transformó su apellido, Clavijo, en sinónimo de traición. Un caudillo famoso trajo al Congreso 32 montaraces, se hizo nombrar presidente del Poder Legislativo y, con ese disciplinado ejército, inició una pugna de poderes con el Jefe del Ejecutivo que era del mismo partido. En varios congresos deambuló el hombre del maletín comprando votos para cada ley que se quería aprobar. El escándalo más reciente es el de los diputados de los manteles quienes, descubiertos en su traición, intentaban ocultarse con los manteles del banquete.
Algunos estudiosos de la gobernabilidad sostienen que los ciudadanos eligen a los partidos y sus propuestas y al hacerlo le confieren el derecho a tomar decisiones y exigir disciplina a sus diputados. Otros sostienen que las preferencias del electorado no coinciden con las conveniencias del partido y, por tanto, la representación individual exige libertad para los diputados y un grado de indisciplina respecto de los partidos. “La oveja negra” ha abierto un viejo debate sobre traidores y conversos.