Entre todos los comportamientos que denigran al ser humano, quizá ninguno llega a arrebatarle toda su dignidad como la sumisión. Al decir dignidad, no estoy pensando en jerarquías de ninguna clase, sino en lo específicamente humano, en lo que nos confiere un lugar en el mundo que es muy distinto de aquel que corresponde a todos los demás seres vivos y animados: la capacidad exclusivamente humana de elegir la forma de su natural socialidad.
Lejos de vivirla en su forma natural, como todas las especies gregarias, el ser humano ha inventado a lo largo del tiempo diversas formas de vivir en comunidad, y la sucesión de esas formas es precisamente la que da cuerpo a la historia, desde la horda hasta la república. La sumisión, precisamente, consiste en abdicar esa condición y hacerlo en forma absoluta y sin fisuras: es renunciar a la propia humanidad, renunciar a la capacidad de elegir, es clausurar el propio derecho de pensar.
Quien se somete, en efecto, deja de ser un sujeto en la plenitud de su condición: quien se somete acepta ser un objeto y se pone a disposición de aquel que puede manejarle como una cosa o herramienta. Su lógica, sin embargo, encuentra siempre un disfraz para esa renuncia absoluta: quien se somete argumenta siempre que lo hace por propia decisión, por haberlo elegido, por “coincidir” con la voluntad de aquel que pasa a gobernar su vida, su conducta y sus ideas. Ignora, o pretende ignorar, que ninguna coincidencia de ideas puede justificar la decisión de renunciar a decidir.
¿A qué se debe esa renuncia? Aunque los motivos concretos pueden ser muy variados y abundantes, quizá es el miedo lo que se encuentra en el fondo de todos ellos: miedo a la represalia o al castigo, miedo al riesgo de elegir un camino solitario, miedo a no tener acceso a algún beneficio desproporcionadamente valorado, como la comodidad, el prestigio pasajero, la efímera fama o el dinero. Beneficios que nos recuerdan siempre el episodio bíblico de Esaú, que vendió su reino por un plato de lentejas. El sumiso vende también su propio reino: el reino de su libertad, el reino de su integridad, el reino de la fidelidad a sí mismo.
Suele suceder, sin embargo, que las lentejas siempre se acaban cuando se las devora con la ansiedad que caracteriza a aquel que ha decidido someterse: entonces pretende volver sobre sus pasos, recuperarse a sí mismo, reinstalarse en su condición de sujeto libre y capaz de tomar su propia vida entre las manos.
Entonces, argumenta que ha cambiado de parecer, que reconoce haber estado equivocado, que no ha enajenado su criterio, que reasume su voluntad para tomar el rumbo por sí mismo. A veces, es verdad, es sincero, pero le cuesta desprenderse del error cometido: por limpias que hayan sido sus nuevas intenciones, sus actos habrán de perseguirle aún por mucho tiempo. Aunque quiera hacerla suya, la lógica de la sumisión no acepta fácilmente las ocasionales conversiones, y menos todavía si el converso es de aquellos que se sacuden de la sumisión cuando el poder que era su abrigo ha empezado a declinar.
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