Cuando se termina el Mundial de Fútbol todo en el planeta vuelve a la normalidad. Durante un mes, en los cinco continentes, la vida cotidiana se enmarcó en unos pocos campos de césped muy verde y en las pelotas que allí hicieron cabriolas para miles de millones de televidentes que las seguimos embobados.
Salvo en algunos países islámicos en los que se prohibió mirar los partidos, el resto de naciones siguió las incidencias del mundial con una fijación obsesiva. En muchos lugares el hambre y las pestes continuaron su ruta fatal de aniquilación, pero los goles se llevaban todas las imágenes del día. Varias zonas del planeta fueron bombardeadas de forma inmisericorde, dejando escenas dantescas de sangre y dolor, pero la mayoría de la humanidad se conmovió más con las lágrimas de los eliminados en las tandas de penales que con las escenas de los ataúdes blancos desfilando por calles de tierra. En rincones más apartados se ejecutó sumariamente a varios disidentes de un Gobierno autoritario, pero en todos los medios informativos del planeta, sin excepción, se condenó deportivamente a un jugador uruguayo que mordió a su rival en la cancha.
Estos ejemplos, desafortunadamente reales, nos conducen a pensar que el fútbol no es solo un fenómeno deportivo de multitudes, es una enfermedad mental contagiosa e incurable que nos aparta de la realidad.
Con el pitazo final, la humanidad aterrizó y el orden planetario volvió a situarse en su eje. A partir de entonces nos percatamos de todo lo que había sucedido en ese mes de ausencia mental: asimilamos y sufrimos las tragedias, nos alegramos con las buenas nuevas, reorganizamos nuestro tiempo para cumplir con esas cosas que dejamos de lado las últimas semanas, y aunque estábamos saturamos de fútbol, o precisamente por ello, nos dejamos invadir por una sensación de vacío que, en estos primeros días, nos ha resultado insoportable.
Para librarnos del tedio, acudimos al recuerdo como tabla de salvación, y nos enfrascamos en discusiones interminables sobre aquella pelota que debió entrar, sobre aquella falta que el juez no pitó, sobre el gol que no fue pero que debió ser, sobre las alegrías incomparables que vivimos, sobre las tristezas enormes que nos asolaron, sobre las cargadas eternas a los rivales y la admiración por una u otra camiseta; y, mediante charlas acaloradas o diálogos juiciosos, hacemos cuentas de lo que falta para que volvamos a vivir otro delirio similar: cuatro años dice alguien con cierto desconsuelo, y otro, visiblemente alterado, le dice que está loco, que el domingo ya juega nuestro equipo, y que le vamos a golear a tal o cual, y de inmediato se lanzan las apuestas… Y somos felices otra vez porque regresa la locura, lo que confirma que los humanos no tenemos remedio.