Se llamaba Cleo
La última vez que la vi tenía el pelo casi blanco, la mirada perdida y una angustia que mis palabras cariñosas no podían sosegar… En cambio la primera vez que la tuve frente a mí era pelirroja. Y preciosa. Con ambas imágenes suyas me quedo.
Hoy, en lugar de quejarme –amargamente, una vez más– de los horrores nacionales (¿se enteraron de la generosa oferta presidencial de amnistía a unos señores que les dicen Los Choneros?) quiero hablarles de la Cleo, un ser maravilloso que me enseñó el significado de la palabra incondicional.
Nos conocimos hace casi 16 años; nuestro primer encuentro no fue muy auspicioso: lloró toda la noche, subiendo y bajando de la improvisada cuna que mi mamá y yo preparamos en lo que hasta antes de que ella llegase a nuestra casa era la canasta donde poníamos una infinidad de pastillas y jarabes de uso familiar. Pasada la pesadilla de la primera noche juntas, nos volvimos inseparables. Amigas de verdad.
La Cleo era increíblemente simpática, aunque no era perfecta: tenía mal aliento, le faltaba el ‘chip’ de la saciedad (siempre quería comer más) y, a veces, hasta era capaz de mentir, para lograr una salida extra, por ejemplo.
Los más escépticos no me creerán, pero ella y yo conversábamos; de temas básicos, relacionados con la higiene, la comida o nuestros paseos por el parque. Pero sobre todo, ella sabía escuchar y por eso era una compañía excepcional. Cuántos monólogos oyó...
Así fue como se bancó alrededor de cuatro meses amaneciendo y anocheciendo (fines de semana incluidos) en el cuarto de estudio donde yo me dejaba las pestañas haciendo mi tesis de grado. Ella se sentaba a mi lado, muy quieta; en actitud casi solidaria. Y me devolvía a la vida, puntual, a las horas de la comida.
Fuimos y vinimos varias veces de la playa, y de un páramo cerca de Guaranda, donde corrió, fue muy libre y donde yo –sobreprotectora– la cuidaba de otros animales que se acercaban demasiado. Por eso fueron durísimas las dos veces que se perdió. Con carteles pegados en varios sitios y la buena voluntad de la gente, volvió a la casa. De esas experiencias me quedó el terror de una tercera desaparición, por la idea de no saber cómo estaba, qué comía, cómo vivía, con quién…
Ahora, que ya no la veré más, sé que donde está (en una loma de Pifo, donde el viento sopla fuerte) tiene una vista inigualable; y es tranquilizador. La dejé ahí el jueves pasado (murió el miércoles 5 de octubre, igual que Steve Jobs).
De regreso a Quito, pensé en lo que pasamos juntas, en todas las mujeres que fui mientras la Cleo vivió; y haya sido la que haya sido, ella jamás me cuestionó ni me abandonó, siempre estuvo allí, pronta al beso-lengüetazo y al abrazo. En cambio la Cleo solo fue una: incondicional, amorosa y alegre; alguien que me quiso sin hacer preguntas. Una amiga a la que voy a extrañar.