Siempre que alguien me habla con reverencia de los libros importantes y obligatorios, de las obras maestras de la humanidad -si viene en mayúsculas “la Humanidad”, tiemblen-, recuerdo en el acto, como un mantra, el conmovedor discurso que pronunció Antonio Muñoz Molina cuando el Congreso Internacional de la Lengua Española en Cartagena, en marzo del 2007.
Fue durante la inauguración del congreso, el lunes 26, y había allí reyes y académicos y borrachos, todos juntos y felices. García Márquez estaba de blanco, al final cayeron del cielo mariposas amarillas de papel; él parecía un niño, saludando con gran respeto y pompa a los borrachos, como debe ser. Hablaron muchos ese día pero solo recuerdo (recordar es mi verbo favorito, el corazón como lugar de la memoria) lo que dijo Muñoz Molina.
Dijo que le debía muchísimo a Cien años de soledad y que había tenido la fortuna de leer esa novela prodigiosa, en la España de su niñez, como leyó también el Quijote: sin saber que eran libros sagrados, sin el miedo que infunden los clásicos y su inmortalidad. Eso mismo le pasó a un amigo mío, uno de los lectores más lúcidos que conozco: que odiaba leer hasta que un día, castigado, abrió un libro al que le faltaban los primeros capítulos. Se lo devoró cual folletín sin saber que era Cervantes.
Es también la historia de Juan José Millás cuando era niño. Su papá vendía libros a domicilio, de puerta en puerta. Y mientras él lo acompañaba se los iba leyendo todos, desde los cuentos de Trueba hasta los manuales de ingeniería. Así leyó obras maestras de la literatura sin saber que lo eran, y muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, cuando alguien le mencionaba con soberbia el argumento de algunas de ellas, él se sorprendía de haberlas leído todas, así no más.
Pero el mejor cuento de estos lectores perfectos está en alguno de los 12 tomos de las obras completas de don José Ortega y Gasset, el más grande prosista de nuestro idioma. Es la historia de un amigo de su papá (don José Ortega y Munilla) que iba siempre a las tertulias de Madrid y oía hablar de libros importantes, “imprescindibles”: Crimen y castigo, Crítica de la razón pura, Macbeth, La Biblia. Oh.
A este contertulio le fascinaba la idea de ser culto y erudito, como sus amigos. Pero había un problema: odiaba leer. Entonces hizo algo increíble: cada vez que oía el nombre de algún libro inmortal (digan ustedes Fausto) se iba para su casa y él mismo escribía uno con ese título, sin importar el argumento. Luego lo encuadernaba. Así llegó a tener, en pocos meses, la mejor biblioteca del mundo: la única en que su dueño era también el autor de los clásicos de la literatura universal.
*El artículo completo se puede leer en El Tiempo, Colombia, GDA