En el pensamiento político se conoce como libido dominandi al irreprimible instinto totalitario, al deseo incontenible por subyugar, por imponer la voluntad propia, por controlarlo todo. Este concepto de libido dominandi, inicialmente creado en la Ciudad de Dios de San Agustín, fue desarrollado por el jurista alemán Eric Voegelin (1901-1985). Voegelin, quien se radicó en Estados Unidos tras huir de los nazis en 1938, se especializó en reflexionar sobre la violencia política y sobre las semejanzas entre el fanatismo de las ideologías totalitarias y la intransigencia religiosa.
Creo que en Ecuador estamos viviendo una época de libido dominandi: todo el sistema político y constitucional está diseñado con el objetivo único de colaborar en la concentración del poder. La nueva y extraña institucionalidad – los cuartos, quintos, sextos y ulteriores poderes incluidos- es solamente una fachada que esconde, no muy bien me temo, un régimen que no conoce la tolerancia y la aceptación de la opinión ajena, diseñado para demoler todo lo que encuentre en su camino y de clarísimo mando vertical. El sostén ético de este sistema es también de dudosa legitimidad: la popularidad. Según sus defensores, la popularidad justifica todo: la popularidad está por encima de las reglas de la democracia occidental y la popularidad está más allá de cualquier consideración de constitucionalidad y de legalidad. La popularidad es, en más de un sentido, el sostén mismo del sistema. Todos los astros están alineados para conservar y, de ser posible, aumentar la popularidad. Eso explica en gran parte el insaciable gasto estatal, la institucionalización de los subsidios y la cada vez más agresiva publicidad gubernamental contra la prensa independiente. Solamente así se explica que mientras estamos todos distraídos con el Mundial, la ley mordaza avance tras bastidores y en violación de todo trámite legislativo (a propósito, el viernes pasado en Italia no circularon varios periódicos en protesta por la intención del gobierno derechista de Berlusconi de pasar una ley parecida).
Otra de las muletillas del sistema es que se trata de un proyecto político progresista. Este argumento es también cuestionable. Más bien hemos regresado en el tiempo. Hemos vuelto a las épocas del nacionalismo revolucionario de las viejas dictaduras militares de los años sesenta y setenta. La patria es la excusa para el aislacionismo más testarudo. La dignidad es la palabra-comodín que sirve para cualquier causa. Mientras los otros países crecen –o intentan crecer- se relacionan con otros países sin distinción de su signo político, intercambian información y tecnología, nosotros enterramos la cabeza en la arena.