Entre el tumulto y los gritos, ciega de fundamentalismo, frenética, la gente quema libros, revistas y diarios, pisotea las cenizas, canta sobre los restos, amenaza, impreca. Quedan las “letras del humo”, el testimonio silencioso y acusador de que hay quienes son capaces de volver, sin reparo y sin temor, a los tiempos de las quemas.
El fuego, en estos casos, es la insignia de la intolerancia. Es la advertencia, la anticipación de la condena. Es la radical afirmación de que no caben más ideas que aquellas por las que se incendia el papel, y por las que se repiten estribillos y consignas. Es la evidencia estremecedora de que no hay más pensamiento, ni debates, ni desacuerdos: hay la coincidencia de los oportunistas, o el silencio de los temerosos. A partir de las hogueras, lo que queda es la “unanimidad” soldada por las cenizas. Queda la paz de los cementerios. Y la desolación del miedo.
Como alguien decía, las “letras del humo”, las cenizas, no sirven para lo que los fanáticos pretenden –matar las ideas y asustar a los que piensan-, sirven para conmemorar la memoria de la vergüenza, para marcar episodios desafortunados. Las letras del humo sirven para afirmar el pensamiento que se quema. Las “letras del humo”, mejor que las impresas, suelen meterse en el alma de los conscientes, los tolerantes y los sensibles.
Ha habido quemas de libros y de diarios que han marcado la historia de la intolerancia. El 10 de mayo de 1933, los universitarios alemanes, obnubilados por las prédicas de Joseph Goebbels, quemaron 25 000 libros “contrarios al espíritu y a la culturas alemanas”. Fue el primer episodio que marcó el negro período de censura y control estatal de la vida. Paradójicamente, entre los textos destruidos por la multitud, estuvieron los del poeta judío-alemán del siglo XIX, Heinrich Heine, que escribió en Almanzor, su obra de teatro de 1820-1821, la admonición famosa: “Ahí donde se queman libros se acaba quemando también seres humanos”. Entre 1976 y 1977, los militares argentinos quemaron las bibliotecas de Córdoba y Rosario. La excusa: que contenían textos subversivos y contrarios al “proyecto nacional”. Quemaron periódicos y revistas y encarcelaron a bibliotecarios y periodistas. Las letras del humo, sin embargo, sobrevivieron, entre ellas, los poemas de Neruda y las novelas de García Márquez.
Siempre ha sido mal presagio el de las quemas, porque significa que el fundamentalismo ha penetrado en la sociedad, que las ideas diferentes son pecado, que el debate no tiene cabida. Que la prohibición y la censura son las reglas a las que adhiere la gente, y que la gente común es capaz de semejantes actos. Que los diarios y los libros son malos, que los escritores son seres sospechosos. Mal presagio, pero acto inútil que revierte contra los que atizan las llamas, porque “las ideas del humo” quedan, condenan y señalan.