¡No les creo!
Algunos de los desencantados de la revolución ciudadana, que se reunieron hace unas pocas semanas para defender el ‘espíritu’ de la Constitución de Montecristi, cuando eran parte de esa ‘revolución’ guardaron silencio frente a declaraciones y acciones políticas que contradecían el discurso pluralista, participativo y democrático que decían representar. Un silencio que justificaban invocando la importancia del ‘proyecto’; argüían que la exposición pública de los desacuerdos era “hacerle juego” a la derecha, a los ‘enemigos’ de la revolución.
Cuando recibían críticas por entregarle un poder excesivo al Ejecutivo, por el diseño de una estructura estatal que implicaba desbalance en los poderes del Estado, los riesgos asociados al “quinto poder”, la burocratización de la participación ciudadana; la composición y forma de elección de los miembros de la Corte Constitucional, el Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Contencioso Electoral; por las reglas electorales que daban ventaja a quienes ejercían el poder político; o por las normas sobre la administración de justicia respondían atacando a los detractores, acusándolos de no entender los ‘nuevos paradigmas.
Al insistirles por los riesgos de la acumulación de poder respondían desde una supuesta superioridad moral de los nuevos actores políticos y en nombre de los objetivos del proyecto político del que formaban parte. Cuando se aprobó la Constitución, los argumentos se relacionaban con el tema de la mayoría: el poder lo ejercen quienes ganan las elecciones, todo esto acompañado de una descalificación general que identificaba a sus críticos con lo poderes fácticos, el viejo país y la partidocracia.
Difícil entablar un debate a profundidad cuando la respuesta es la invalidación.
Ha pasado el tiempo, pero la forma de encarar las críticas desde el oficialismo no ha cambiado. Por ejemplo, ante las denuncias de intolerancia, la declaratoria de “guerra” en las redes sociales o la falta de independencia institucional, la respuesta se centra en la descalificación a los que critican, la personalidad del líder, el “progresismo” del proyecto político, su mayor “ecuatorianidad”, el resultado de las encuestas y la idea del “somos más” (algo que parece retórico cuando niegan el someter las enmiendas a consulta popular).
Los antiguos defensores, hoy detractores, no asumen aún su responsabilidad por los silencios y omisiones previas, por su negativa a recibir críticas. Para ellos todo lo que sucede en la actualidad es resultado de la actuación política del Régimen y de su alejamiento del espíritu de Montecristi. No se hacen cargo de los textos constitucionales aprobados y que facilitaron la acumulación de poder que ahora les asusta. Un pobre sentido de la autocrítica que pone en duda su discurso de defensa de la democracia y de oposición frente a una situación que no parecía molestarles cuando eran parte del proyecto.