En 2020, una de las tantas cosas que debimos repensar fue la comida familiar. Con los abuelos aislados en un cuarto o en otras ciudades, en el mejor de los escenarios. En el peor, se nos iban de este mundo sin besos ni abrazos.
Sobre la mesa, largos silencios de adolescentes y, bajo ella, las piernas inquietas de los más pequeños. Sin oficinas, sin colegios y enfrentando un futuro incierto, ¿a qué nos podíamos aferrar para encontrar un propósito común?
La respuesta llegó cuando nos juntamos con otros periodistas a hacer obituarios de gente común, pero extraordinaria, que no tuvo funeral debido al nuevo coronavirus. El proyecto se llamó Memorias Vivas y, básicamente, recopilaba esos detalles biográficos que hacen única a una persona, narrados por quienes los amaron.
En muchísimos casos, esa información valiosísima no está disponible en Internet, porque no eran celebridades y porque cada familia tiene una historia exclusiva: nadie más la ha vivido. Y en muchísimas familias pequeñas, de múltiples orígenes -como la mía-, los miembros más jóvenes no tienen ni un retazo de la historia común con sus ancestros.
No podemos culparlos, si sus padres rara vez les contamos esas historias, o les explicamos el contexto de las viejas fotos si es que conservamos alguna, en parte por las exigencias de la vida moderna, la migración, las cada vez más demandantes rutinas académicas y laborales y toda la industria del ocio.
En la primera década del nuevo milenio, los psicólogos Marshal Duke y Robyn Fivush revelaron, tras varios estudios, cómo los niños y niñas encuentran su propia identidad y refuerzan el sentido de su vida no solo por sus experiencias individuales, sino gracias a las historias familiares que les proveen la sensación de que son parte de algo más grande que joyas o inmuebles. Todos lo somos.
Usualmente, explican estos especialistas, estas narrativas familiares tienen tres tipos: ascendente (cuando el abuelo llegó a esta ciudad no teníamos nada y ahora tú puedes estudiar en la universidad), descendente (teníamos todo y lo perdimos por malas decisiones) y oscilatoria (tu abuela fue la primera mujer que se graduó del colegio en la comunidad, pero la casa familiar se incendió y debió abandonar sus sueños).
Es necesario entender el poder de la narrativa familiar en la búsqueda de sentido que ha emprendido esta generación. Quizás la comida familiar es una rutina extinta, pero esa transferencia del valor simbólico de la historia común requiere hacer tiempo y espacio para hablar y, sobre todo, para escuchar. Para buscar viejas fotos y papeles, para contactar a esos miembros de la familia de los que sabemos poco, pero que pudieron revertir el destino de un apellido. Para visitar el lugar donde comenzó todo.
De otro modo, acabaremos -como me dijo un gran amigo- heredando a nuestros hijos o sobrinos un pen drive diciéndoles: “aquí hay 12 mil fotos que nunca imprimí, espero que tengan sentido para ti”.