Desde cuando Correa dejó la presidencia, se han multiplicado las críticas a su gobierno y, al ritmo diario del descubrimiento de nuevas incorrecciones, crece el repudio popular. La justicia, libre de las trabas que la inmovilizaron, ha empezado a actuar. La prohibición de investigar las denuncias, ordenada para todas las sumisas funciones del Estado -como ahora lo confiesan, sin vergüenza alguna, los partidarios del gobierno- ha dado paso a la voluntad de echar luz sobre las actuaciones dudosas de Correa y sus súbditos.
Insolente primero, incrédulo después, aterrorizado ahora, Correa ha ido reaccionando según las variaciones pasionales de su inestable temperamento. Rechazó indignado, cuando se creyó encubierto y protegido, las acusaciones y amenazó con regresar al Ecuador a imponer orden; luego, se declaró víctima de una persecución política organizada por ineptos y desleales; y finalmente, aterrorizado ante los indicios que van saliendo a la luz y que lo inculpan de incorrecciones en la administración de los dineros públicos y -peor aún- de atentados contra la vida y otros derechos de los ciudadanos, se ha refugiado en el extranjero para eludir a la justicia nacional. Cínico al extremo, ha anunciado que pedirá protección a los organismos internacionales cuya competencia negó en el pasado y contra los que organizó campañas de desprestigio. Su mejor argumento para responder a todos los indicios que le acusan ha consistido en negar el conocimiento de los hechos y tratar a sus acusadores de traidores a la causa revolucionaria. Sus abogados han usado recursos básicamente procesales para defenderlo. Nada han dicho ni el uno ni los otros sobre la sustancia de las acusaciones.
Poco a poco, sus antiguas hordas empiezan a silenciarse y a distanciarse de él. Sus ex ministros y asambleístas, llamados a declarar, eluden hablar de sus propias responsabilidades pero manifiestan que Correa conocía y decidía sobre todo, lo que le ha forzado a reconocer, tibiamente, su responsabilidad política.
La amoralidad de Correa abonó las reacciones biliares de un pueblo que, al ver la luz, rápidamente está yendo de la adhesión apasionada a la más profunda decepción. La justicia empieza a recorrer caminos de imparcialidad. Debe seguir por ellos, prestigiándose al actuar con diligencia y objetividad, sujeta estrictamente a la ley. No debe caer, por ninguna razón o motivo, en el campo de la venganza. Se explica que el pueblo ecuatoriano haga uso legítimo de sus sentimientos como una forma de castigar al tirano, pero no debe dejar que su justa indignación se transforme en odio destructor. La justicia es altísima obra democrática que nace de la sabiduría y busca proteger el orden social. La magnanimidad y la severidad en el marco de la ley es y debe ser la medida de su grandeza.