Análisis urbano
Han pasado casi tres semanas del dantesco terremoto de la Costa y el tema de moda en Quito no es la estrategia para sostener la ayuda en el largo plazo ni tampoco el espacio que debe tener la gente (‘sociedad civil’ le dicen) en la reconstrucción de Manabí, más allá de los planes estatales. No. El tema que ha vuelto locos a los capitalinos es la venta callejera de jugos de naranja y un (falso) debate sobre el derecho que tendría cada vecino en exprimir una fruta y venderla.
El detonante ha sido un estudio de la Secretaría Metropolitana de Higiene, que detectó que poco más del 30% de los famosos jugos no es apto para el consumo.La publicación de ese dato generó una ola de indigación en las redes sociales porque, sospechan los abnegados defensores de la liberalización de la vitamina C y la tifoidea, existe una malvada conspiración de las trasnacionales de gaseosas que, aliadas con la inefable prensa y las autoridades sanitarias municipales, buscan el exterminio de los heroicos exprimidores de naranja.
Estamos confundiendo las cosas. Un asunto es el derecho a emprender, sobre todo en esta época de crisis, y otra muy distinta apoyar la informalidad. Y nada más peligroso que vender comida en la calle sin los procesos adecuados, más aún si se trata de frutas que pasan el día bajo el sol, guardadas en alcantarillas y cuyo jugo pasa a envases que no tienen registro sanitario.
Defender a estos jugueros, aunque parta el corazón, es defender los atajos que no toman otras personas que se someten a licencias, patentes, se capacitan, pagan impuestos y cumplen con sus obligaciones.
El problema de fondo es que la crisis está avanzando y las opciones de trabajo no son abundantes. Y también que las autoridades han sido muy permisivas con los vendedores de cualquier cosa. Era cuestión de tiempo que alguien dejara los cargadores de celulares para pasarse al sector de las bebidas. Pero, por más rico que sea el juguito, es peligroso para la salud y la sociedad.