Derecha militante, izquierda bohemia
En Cuenca, entre los años 40 y los 60 del siglo XX, la vida política de la ciudad aún mantenía ese enfrentamiento ideológico que había inflamado de fanatismo el ánimo de los ecuatorianos, cuando el triunfo de la revolución liberal.
Confesarse conservador o liberal, hombre de derecha o de izquierda, curuchupa o comunista significaba por entonces, y en la provinciana ciudad, mucho más que proclamar una afinidad política; revelaba una actitud ante la vida, traslucía una condición ética y social que lo marcaba frente a la sociedad, que definía aliados y adversarios; significaba que uno había escogido ser creyente o ser ateo, clerical o anticlerical, dogmático o libre pensador. Y eso no era poca cosa.
En los años de la Revolución Liberal y aún después, Cuenca fue reducto del conservadorismo y el clericalismo sectario. La vida intelectual de la pequeña urbe giró alrededor de la lucha ideológica. El periodismo local y el púlpito fueron los ámbitos desde los cuales la derecha combatió el radicalismo liberal, en tanto que la izquierda (liberalismo, socialismo), haciendo uso de la prensa y el libelo buscó desmontar anacrónicas creencias y sustituirlas por valores que ofrecían los tiempos modernos. El asunto no era tan sencillo; en ello mucho tenía que ver la tradición familiar de tal manera que, en esos años, se nacía conservador o liberal. Contienda de doctrinas, guerra de palabras que se escribían en periódicos, folletos y hojas volantes; palabras que se clamaban en sermones, que se gritaban en disputas de cantina o en un mitin de barricada.
Prurito del azuayo ha sido siempre esto de llevar las diferencias de opinión a la palabra escrita, una necesidad intelectual y ética digna de estudiarse por sicólogos sociales.
Con el advenimiento del velasquismo la lucha política al interior de las universidades se convirtió en virulento teatro en el que, en chiquito, reaparecía la guerra fría que, en ese tiempo, enfrentaba a las grandes potencias: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Para entonces, la derecha había empollado en las sacristías su fuerza de choque: ARNE, grupo juvenil y agresivo cuyo ideario era semejante al de la falange española: Dios, Patria, Familia y Propiedad. Alguien los definió como tiburones nadando en agua bendita.
Aquello era semejante a esa espesa selva de la que habló el Dante: fronda en la que se ocultaba toda clase de alimañas, un avispero en permanente agitación. En la católica ciudad, el partido conservador no dejaba de obtener el triunfo. Los grupos de izquierda estaban siempre divididos. Despertaban solo en los días de elecciones; entre tanto, se recluían en sus cenáculos en los que cultivaban una bohemia noctámbula y diletante y en la que, entre un canelazo que viene y otro que va, se disputaba acaloradamente sobre Pablo Neruda, Mao Tse-tung o Jean Paul Sartre.