Ahora que empieza la temporada de circo —del circo electoral, se entiende, donde los políticos juran que no lo son para que votemos por ellos— algunos jóvenes podrán preguntar por un libro breve “como para entender un poco la política”. Hace muchos años que suelo recomendar dos: ‘El Príncipe’, que ya comenté aquí, y otra joya menos conocida y más literaria: el ‘Fouché’ de Stefan Zweig.
Si Maquiavelo escribió su manual para un príncipe nuevo que redimiera a Italia, Zweig hace un estudio sicológico e histórico de uno de los genios políticos que produjo la Revolución francesa, superado tan solo por Bonaparte. Para calificarlo con un cliché, el exseminarista que arrastraba cálices por las calles y asesinaba realistas, ese jacobino que pactaba con dios y el diablo y los traicionaba a ambos, el feo y pálido propietario de una mente privilegiada para el análisis de coyuntura y la acción inmediata, sí, José Fouché, fue el más perfectamente ‘maquiavélico’ de los políticos, un hombre que actuaba movido primero por su interés personal, que a veces se reducía a conservar la cabeza sobre los hombros a la sombra de una guillotina sedienta que no daba tregua.
Este hombre que ayudó a perfilar al Estado burgués pasaría a la posteridad con una imagen siniestra que distorsionaba sus capacidades y su papel objetivo, aunque alguien como Balzac lo había rescatado ya del estercolero de la historia. Porque ni a Maquiavelo, ni al ministro de Policía Fouché, ni al novelista de la ‘Comedia Humana’ les preocupa la moral sino lo que se esconde detrás, la verdad de la milanesa, el juego despiadado del poder y el dinero, el placer sin escrúpulos, la vanidad, el miedo. Con esas motivaciones, sobre el magnífico escenario de una revolución de verdad, ese otro gran escritor que es Zweig arma un retrato profundo, dramático y memorable del hombre que derrotó a Robespierre, el Incorruptible, y atemorizó a ratos al mismísimo Napoleón.
Fouché, el funcionario diabólicamente eficiente, el diplomático que influyó en el ajedrez europeo, un malvado casi de tira cómica que actúa entre telones, donde se cuecen las habas.
¿Su técnica? Apostar siempre a ganador, influir sobre el que manda, haber creado un sistema de inteligencia que tiene a sueldo hasta a Josefina, la esposa del general invencible, saber de qué pata cojea cada figurón —incluido otro cínico brillante, el canciller Talleyrand, noble y excura—, acumular una fortuna colosal mientras corre la sangre por los campos de Europa.
Si en 1795 escribió el texto comunista más radical de esos años, en 1815 se pondrá al servicio de la aristocracia que vuelve por sus fueros. Por algo el ensayo biográfico de Stefan Zweig, pluma célebre de los años 30, lleva como subtítulo ‘Retrato de un político’. Los tiempos cambian, los medios cambian; los hombres, no.