La consulta sobre el Yasuní es, sin duda, lo más importante del próximo proceso electoral, ya por sus resultados inmediatos, ya porque definirá el futuro de nuestra economía. Es de esperar, por eso, que se asuma con la seriedad que exigen su gravedad y sus consecuencias.
Pero una y otra han estado ausentes en el debate. Rafael Correa, urgido por la necesidad de exprimir dinero de las piedras, no se limitó a mentir sobre una alternativa que no había escogido, sino que para callar las voces contrarias, violentó los derechos establecidos por su propia Constitución. Hace poco, la Corte Constitucional buscó corregir el abuso correísta, pero lo hizo como si nada hubiera cambiado por el hecho de que las actividades que se quería impedir, están ya en pleno desarrollo.
Hoy debemos decidir y necesitamos datos claros para hacerlo con un mínimo de certeza.
Y, aunque resulte escandaloso, si algo no hay, son cifras confiables y no contradictorias. Se habla, por ejemplo, de un costo anual de 1.200 millones de dólares pero, al parecer, eso se refiere solo al 2022. Es claro que la productividad del Yasuní decrece, pero no hay certeza sobre a cuánto se vende cada barril, ni cuánto cuesta producirlo. Parar las actividades implicará perder todo lo invertido en ellas, se dice, pero ¿se debe sumar este valor a la pérdida o, siendo un costo, restarlo de los ingresos?
¿Por qué escandalizan las pérdidas por explotar el Yasuní, pero no los recursos perdidos por el Estado, según recientes informes del propio Ministerio de Energía, por el subsidio a las tarifas eléctricas del sector industrial, o el subsidio general a los combustibles?
Si los resultados de la consulta pueden ser graves, debería vérselo en cifras y no en simples discursos. Sin datos claros y sin números para probar el peligro, algo huele feo y uno tiende a pensar que el afectado no es el bienestar colectivo, sino ciertos intereses particulares.