Detrás de todo acto de prepotencia o deseo de lastimar a otra persona, toda reacción agresiva o actitud vengativa yace una realidad que la sicología contemporánea recién comienza a comprender: un nivel relativamente más bajo de inteligencia emocional, resultado de un a su vez bajo nivel de aprendizaje social y emocional.
Al contrario, detrás de toda acción generosa, de todo sentimiento de empatía, de toda genuina expresión de amor y de bondad yace un mayor nivel de inteligencia emocional, que en su esencia es un conjunto de habilidades que permiten conocer, comprender y manejar adecuadamente las emociones, especialmente aquellas descritas como “destructivas”, que hacen que muchos nos hagamos daño a nosotros mismos y hagamos daño a otros.
Mi ya larga experiencia en la enseñanza y el ejercicio de las teorías contemporáneas de manejo y resolución de conflictos me ha llevado a concluir que la mayor o menor presencia de este conjunto de habilidades está en la base misma de la capacidad de los seres humanos para tratarnos, primero a nosotros mismos, y luego mutuamente, de maneras constructivas.
Daniel Goleman, el más conocido experto en el tema a nivel mundial, describe a la inteligencia emocional como “una aptitud maestra, una habilidad que afecta profundamente todas nuestras demás habilidades, sea facilitándolas o interfiriendo con ellas. “El enfoque más obvio a la introducción de mayores niveles de inteligencia emocional en las vidas de las personas individuales y, a través de ellas, en la de toda una sociedad, consiste en hacerlo primero en niños pequeños. Desde hace unas dos décadas, se vienen desarrollando, inicialmente en EE.UU. y luego en varios otros países del mundo, programas extraordinariamente interesantes y valiosos orientados al aprendizaje social y emocional de niños desde la edad preescolar. Esos programas surten poderosos y demostrables efectos positivos en los estados anímicos, el comportamiento, e incluso el rendimiento puramente académico de los niños.
Sin embargo, al igual que con cualquier otro cambio significativo que se desee introducir en una sociedad, el “comenzar con los niños” resulta mucho menos efectivo de lo que pudiera ser si no se logra también cambiar las actitudes, los esquemas mentales –en este caso particular los niveles de inteligencia emocional- de un número sustancial de adultos, que en consecuencia de su propio cambio puedan ayudar a que también cambien los niños a su alrededor.
¿Puede mejorar la inteligencia emocional de personas adultas? Existe evidencia contundente de que sí. Pero según Goleman, “ninguno de los hábitos emocionales cambia de la noche a la mañana: requiere persistencia y vigilancia. Podemos hacer los cambios críticos en función directa de cuán motivados estamos para intentarlo”.