Hace pocos días, un conocido comentarista de la televisión y de la prensa ha usado la palabra “basurero” para referirse al apartado “indecisos” que aparece siempre en las encuestas electorales. Aunque creo que la opinión del respetable comentarista con frecuencia es atinada, pienso que esta vez se le deslizó un término excesivo. Concedo, sin embargo (como decían los escolásticos), que el rubro de “indecisos” suele servir para esconder el llamado “voto vergonzante”, es decir, el de aquellos que no quieren hacer pública su decisión, bien porque desean proteger la tranquilidad de su familia o la estabilidad en su trabajo, bien porque procuran evitar que terceros se sientan ofendidos, bien porque temen sentirse públicamente comprometidos, o por cien razones más, no siempre confesables. No obstante, pienso que no todos los que se encuentran comprendidos en el rubro de “indecisos” lo están por esa causa.
Entre las posibilidades que el comentarista debería admitir, se me ocurre mencionar dos que todo el mundo conoce: la inveterada vacilación que solemos exhibir los ecuatorianos ante cualquier decisión que debamos tomar, y el desprestigio que tiene la política desde hace algunos años. Lo primero suele presentarse de muchas maneras: “me sumo a la mayoría”, por ejemplo, es una expresión que se escucha con frecuencia en los cuerpos colectivos (clubes, asociaciones, cooperativas…) cuando es necesario tomar una votación para elegir dirigentes o para decidir el lugar al que se irá en el paseo anual; y también es frecuente el famoso “pregúntale a tu mamá” con que muchos padres de familia salen de los aprietos en que nos ponen los hijos, endosándole a la señora de la casa la responsabilidad de conceder un permiso o aceptar al novio de la hija. Incluso en el restaurante puede oírse aquel “escoge tú”, o “lo que quieras”, o alguna otra expresión equivalente, con el que la muchacha cohibida evita pronunciarse sobre el plato de su apetencia.
Lo segundo es también muy conocido y frecuente, sobre todo entre los jóvenes. Las experiencias políticas que hemos vivido no son precisamente las que más pueden entusiasmar a ninguna persona que desee vivir con un mínimo de decencia: pactos, componendas, complicidades, traiciones, escándalos, insultos, no configuran ningún panorama atractivo y han hecho posible que se generalice la opinión de que el mundo de la política es detestable, algo maloliente donde nadie puede entrar si desea respetarse y respetar a los suyos. Ya sé que la política no es eso; ya sé que la politicidad es lo que hace al ser humano diferente del animal, etcétera. Pero sé también que eso solo ocurre en el incontaminado reino de la teoría. En la práctica, la gran deuda que todos los políticos han contraído con la sociedad es la de haber convertido a un atributo noblemente humano en algo nauseabundo. ¿Para qué pensar en candidatos -se dicen sobre todo los jóvenes decentes- si todos son lo mismo? La encuestadora los ubica en el rubro de “indecisos”, pero no lo son.
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