Cuando esto se publique, un día después de ser escrito, muchas cosas habrán pasado … o no. Pero, sin duda, el ambiente general continuará sin cambios y, en medio de debates, dimes y diretes, los grandes ausentes seguirán siendo los mismos: el país, la gente y sus preocupaciones.
Si dejamos de lado la ventaja personal, la satisfacción de vanidades o el simple medrar a costa de todos, es claro que en este país la política se hace sin un porqué, sin un motivo ni un hacia dónde. Para destituir a un presidente cualquier pretexto sirve, se lo depone porque hay que hacerlo, sin necesidad de entender qué saca el país con eso, qué es lo que al día siguiente va a ser mejor, diferente, o nos abrirá otras posibilidades.
El Presidente se defiende, o trata de hacerlo, al parecer sin mucho sentido de los tiempos políticos, porque hay que defenderse, porque hay que terminar el período presidencial, porque, como en la cantata de don Rodrigo Díaz de Carreras, de Les Luthiers, “mi honor está en juego, y de aquí no me muevo”.
¿Alguien piensa en el largo plazo? ¿El ciudadano de pie está en los cálculos de alguno? ¿El pueblo sirve para algo que no sea engordar la retórica?
Por eso, lo que haya ocurrido ayer o lo que esté ocurriendo hoy, las designaciones del domingo en la Asamblea o el resultado del juicio político, a la larga, solo interesan a los protagonistas. El desastre nacional pasa por el hecho de que la política ha dejado de ser la preocupación de todos para enfrentar los temas que a todos interesan, y se ha convertido en reducto del oportunismo y la sinvergüencería.
Lo grave es que, cuando eso pasa, el espacio de lo público se desmorona, cada uno busca llenar el vacío que deja el Estado, el mandato supremo es el sálvese quien pueda y hasta la justicia por mano propia se convierte en solución deseable.
¿Será mucho pedir que dejen de mirarse el ombligo y piensen en lo que importa?