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Por pura casualidad he llegado a Ibarra horas antes de la tragedia. Como manda la tradición, pruebo un helado de paila y paseo a los años por las apacibles y ordenadas calles de la Ciudad Blanca. El ambiente luce tan amigable y primaveral que es imposible imaginar que están a punto de desatarse las fuerzas del odio y la crueldad.
Eso es lo terrible, que bajo el rostro más calmado puede latir un criminal. Refiriéndose a los europeos de los años 30, Freud decía que, a poco que se les raspaba, asomaba el racista. No se diga acá. En determinadas circunstancias, todos/todas podemos ser crueles y actuar como fanáticos. Peor aún cuando la masa es azuzada por un caudillo megalómano. Por eso las leyes y la democracia; por eso la educación, para domesticar al bárbaro que llevamos dentro.
Pero yo no vine a hacer sociología sino a revivir mis pasos juveniles por la antigua Panamericana cuyo empedrado conduce a la hacienda Pimán, donde Gonzalo Zaldumbide situó su novela Égloga Trágica cuando la propiedad iba desde el páramo hasta los cañaverales del Chota. Hoy solo queda una hermosa hostería y dicen que, por la noche, esta es ruta de cacharreros y narcos, eso dicen, pero ahora el sol alumbra la hondonada y las lomas áridas hasta que desemboco en la Pana pavimentada, unos kilómetros al norte del retén de Mascarilla, donde un grupo sospechoso liberó a una camioneta capturada con material ilegal y cayó un hombre porque la Policía disparó para defenderse. ¿Palo porque bogas, palo porque no bogas?
Diez minutos después asoma Carpuela. Aquí, hasta los años 80, había chozas redondas de barro y bambú con techo de paja y un aire africano, mientras en las playas del río Chota jugaban ya los Ulises y los Tin, cuyos goles vendrían a lavar la cara de este país racista. Aunque no mucho pues los negros siguen siendo discriminados.
De regreso, tomo el desvío a Salinas. Los militares controlan la vía a San Lorenzo, la tierra del Guacho, pero yo apunto a Urcuquí, donde un cartel bilingüe anuncia The City of Knowledge y empieza el delirio que nos costó cientos de millones de dólares y por el que nadie responde. ¿Dónde anda ‘Ramírez, el depredador’ como lo llamó Enrique Ayala? Ese que iba a construir los autos de Tesla en esta polvareda levantada porque recién están instalando el alcantarillado y no se ve un alma en domingo, salvo dos perros que dormitan en una especie de centro comunal cuyos locales semivacíos lucen nombres tan antiimperialistas como: tasty, burguer, athletic gym, true beauty. Abajo se yerguen los esqueletos de hormigón de los edificios inservibles.
Negociado. Arrogancia. Negligencia. Despilfarro y desprecio a la Universidad ecuatoriana. Impunidad. Yachay delata a quienes perseguían a indios y maestros y odiaban a las gorditas horrorosas y a las mal cu…