Hace unos días un taxista provinciano comentaba, mientras sorteaba el tráfico, que había votado por el presidente Rafael Correa y que aprobaba la gestión que había realizado. Se ha visto obra, decía como justificación, tenemos carreteras, escuelas, hospitales. Entonces ¿votaría nuevamente por él? Le pregunté, a sabiendas de que ni quiere ni puede ser candidato. No, me contestó. Ya tuvo el poder, ya es tiempo de que deje a otro, ¡necesitamos un cambio!
Unos días después, durante la visita a uno de los analistas de la opinión pública, le consultaba datos acerca del estado de ánimo de los electores y entre las cifras que iba repasando soltó una demoledora: el 79% de los ecuatorianos dice que se necesita un cambio.
Así es la política, los gobiernos funcionan durante un tiempo, maduran, se estancan y luego se consumen. Cuando el electorado siente que ha llegado la hora de cambiar es mejor tomarlo en serio. Los pueblos tienen algo más que sentido común, tienen una capacidad de percibir cuándo los gobernantes están agotados, cuándo, prolongar su presencia, solo es traumatizar el final.
Lo que pasa con los gobernantes pasa también con los partidos políticos. Cuando ellos se agotan quedan dos caminos. O se regeneran o se cambia de partido. De ambos casos hemos tenido ejemplos. Un recurso socorrido es la alternancia entre dos partidos, otro recurso la aparición de nuevos partidos y la muerte de los partidos envejecidos.
Entre los datos terribles que me dio el analista de la opinión pública estaba la valoración que el pueblo ecuatoriano tiene de las instituciones; qué tan confiables le parecen. En primer lugar estaba la familia con el 96%, le seguían las Fuerzas Armadas, la Iglesia Católica, la juventud, las universidades, los medios de comunicación y, en último lugar, los partidos políticos, más abajo que el Consejo Electoral o el SRI. Aquí hay un problema, si no hay partidos confiables, ¿cómo cambiaremos?
El cambio tiene una doble virtualidad. Es, en primer lugar una crítica del pasado y, sobre todo, certidumbre en que hay un futuro posible mejor. Cuando la ciudadanía dictamina que ha llegado la hora del cambio, quiere decir que ya no le satisface lo que ha pasado y quiere, como dueña del poder, probar algo diferente.
En ausencia de los partidos les corresponde a los líderes, a los aspirantes, determinar cuáles son los cambios que hay que hacer. La famosa unidad será imposible en torno a personas; por delante deben estar las propuestas y más que propuestas, las soluciones para los problemas. Esto convertiría en nimiedades las críticas a los diálogos políticos. Que se unen el agua y el aceite, que aceptan a los que eran parte del Gobierno, que no participan para no comprometerse. ¿En qué consistirá el cambio que deben ofrecer? Esa es la prioridad, antes de hacer ejercicios de aritmética o modelaje de ilusiones.
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