Un Estado de derecho es bastante más que un Estado con normas jurídicas, y en un Estado que merezca tal calificativo las elecciones son condición necesaria, pero no condición suficiente. Lo que hace al Estado de derecho son ciertas estructuras y hábitos, una mecánica de funcionamiento cotidiano y hasta una actitud moral del pueblo y de los mandatarios.
En un Estado de derecho los cargos públicos son fungibles, pero el pueblo es esencial, pues la soberanía la tienen los ciudadanos. Y los ciudadanos han de poder debatir y criticar en libertad a los gobernantes. Sin opinión pública libre la democracia es caricatura y el Estado no es servidor del pueblo, sino su amo.
En un Estado de derecho no hay sitio para el culto al líder ni para el gregarismo de las hordas ni para el fanatismo de los adoradores de las jerarquías. Se llama Estado de derecho porque el que gobierna es el primero que ha de obedecer al derecho de todos y porque la consideración a su mandato tiene como contraprestación su exquisito respeto a las opiniones y los legítimos intereses de quienes tal poder le han prestado, que no regalado.
En un Estado de derecho los poderes están separados y se controlan entre sí, en equilibro tan difícil como vital. En particular, la administración de Justicia tiene su seña de identidad en la escrupulosa independencia y cada juez halla el núcleo en el celo para aplicar las normas jurídicas con entereza y sin desmayo.
En un Estado de derecho nada ni nadie tiene más valor ni más alto reconocimiento que los ciudadanos particulares, que cada individuo. Ahí está la explicación de las garantías procesales, empezando por la presunción de inocencia. Ningún derecho puede ser alegremente sacrificado en el altar del poder o para mayor gloria de los que mandan.
Condenar a un periodista y a un periódico por sus opiniones, convirtiendo interesadamente en claro el sentido dudoso de alguna expresión, con jueces de escaso oficio o que no son del oficio y que se alargan sus propias competencias, sin congruencia en la selección e interpretación de las normas que se aplican, cuantificando el daño supuesto como daño político, empleando la indemnización como pena y las penas como represalia y aviso, ofreciendo argumentos que son declaraciones de entrega al más fuerte, dejando de lado los mandatos legales y constitucionales de interpretación favorable a los derechos fundamentales, desconociendo el papel de la prensa y los medios en una sociedad libre y plural, alejándose de la jurisprudencia unánime de los tribunales internacionales de derechos humanos, todo eso no es administrar justicia dentro de un Estado de Derecho. Es algo distinto, que ya hemos visto en demasiadas naciones desgraciadas.