No habrá revolución socialista en el Reino Unido, el país del capitalismo manchesteriano, la cuna del proletariado industrial, concluyó Vladimir Ilich Lenin, con la sangre en los pies. Se convenció de aquello después de ver algo que le pareció espeluznante: en vez de cruzar a su antojo las líneas ferroviarias, los trabajadores de una estación de tren londinense esperaron pacientemente a que un sistema de señales les indicara cuándo pasar. ¿Cómo se puede hacer la revolución en un país donde se respetan las leyes?, se preguntó Lenin con frustración.
El desprecio de la legalidad es, en efecto, un rasgo esencial del pensamiento revolucionario del siglo XIX. La ideología revolucionaria explica ese desdén por las leyes asegurando que aquel conjunto de reglas y acuerdos solo legitiman sistemas injustos que perpetúan la pobreza de muchos y la riqueza de pocos.
Para corregir aquellas injusticias, el logos revolucionario descarta la posibilidad de mejorar leyes imperfectas a través del diálogo y la concertación. La lógica de la revolución opta, más bien, por borrarlo todo de un solo plumazo para instaurar –esta vez sí– un sistema verdaderamente justo para todos.
¿Quién diseña ese nuevo entramado y quién certifica que será justo para todos? Una sola persona: el caudillo revolucionario. Lenin es, con toda seguridad, el arquetipo de ese político iluminado, ebrio de pasión justiciera que se embarca –él solito– en la empresa de salvar al mundo.
Thomas Carlyle y Carlos Marx alimentaron la necesidad de caudillos revolucionarios como Lenin. Con sus ideas –Carlyle exaltando la figura del héroe omnisciente y Marx con la noción de que la historia tiene un único destino, el comunismo– construyeron el ethos y el pathos del líder fuerte, una figura que ha sido emulada por muchos políticos latinoamericanos (al dictador venezolano Juan Vicente Gómez se le conoce como el ‘Hombre Carlyle’) y que ha sido profusamente retratada por la literatura en libros como ‘El señor presidente’, de Asturias, y ‘La fiesta del Chivo’, de Vargas Llosa.
El atributo más notorio de los ‘Hombres Carlyle’ es su narcisismo moral: creen que sus valores y creencias –determinados por su humor cambiante– son superiores a los del resto. Por eso se sienten con derecho de castigar cualquier acción o idea que les contradiga; por eso se sienten con derecho a cambiar leyes de acuerdo a su conveniencia o simplemente a inobservarlas.
Tenemos un régimen de ‘Hombres Carlyle’, gobernantes que desdeñan las leyes y las reglas de convivencia democrática y que están dispuestos a decir y a hacer lo que sea por permanecer en el poder porque están convencidos que sus valores y creencias son superiores a los del resto de nosotros.