Para cada pueblo escribir y reescribir su historia es una necesidad de supervivencia. Más allá de la curiosidad o del prurito de coleccionar recuerdos, está el imperativo de conocer y asumir las propias raíces. Por ello, el trabajo histórico es siempre necesario y siempre presente. Y esto no solo porque cada visión de la Historia se formula a partir de una experiencia concreta actual, sino también y -sobre todo- porque el cómo se ve la realidad pasada justifica una postura ideológica y una práctica social en el presente.
El trabajo histórico lo realiza el historiador con las limitaciones de tener solo pistas parciales sobre el pasado, de estar inmerso en una realidad en que existen múltiples determinaciones, y de saber que lo que descubra será, en varios sentidos, una justificación del presente. Pero se debe anotar con énfasis, que si bien ese trabajo está impregnado por la subjetividad, tiene reglas objetivas y recursos que permiten conocer el pasado con garantías de certeza. Lo que un historiador formado escribe o enseña es, indudablemente, mucho más cercano a la realidad pretérita, que aquello que recuerda, sospecha o sabe porque le contaron, una persona sin práctica o entrenamiento.
El historiador sabe qué evidencias buscar para entender el pasado, ha estudiado cómo usar los archivos, los testimonios, las estadísticas. Está formado para “calificar las fuentes”, es decir, para no caer en la actitud ingenua de quienes creen que un testimonio, un periódico, una carta, por ser antiguos, siempre contienen la verdad de los hechos, cuando hasta pudieron haber sido producidos para ocultarlos. Tiene también conocimientos que le permiten hacer comparaciones, vincular situaciones diversas, formular las preguntas pertinentes.
La historia no es solo un ejercicio narrativo cercano al arte, sino también una ciencia, con sus reglas y mecanismos de formulación y comprobación de hipótesis.
El historiador formado, sin desprenderse de sus opciones ideológicas, culturales y políticas, mejor todavía cuando las explicita, puede actuar profesionalmente y explicar el pasado en forma solvente. El mejor historiador no es el que pretende ser “objetivo” a fuerza de no tener ideas, preferencias, experiencias previas, sino el que teniéndolas, actúa profesionalmente y se enfrenta a su objeto de conocimiento usando las metodologías y técnicas que han sido desarrolladas como acervo colectivo. La ciencia histórica, como las demás ciencias sociales, no es absoluta, pero puede ser seria y confiable.
En tres entregas de esta columna me he referido a la forma en que los historiadores deben enfrentar la verdad. Lo he hecho no por mera defensa del oficio, sino sobre todo porque debemos explicar el papel de la historia en la educación. En esta época de cambios de planes de estudio, eso es fundamental.