Bolívar, el aristócrata y liberal, convertido en material de propaganda del neosocialismo. Alfaro desubicado de su tiempo y de sus gestas, sirviendo de pedestal para fines plebiscitarios. Manuela Sáenz hecha polvo de Piura, confundida en el estrépito de lo reciente.
El discurso del Bicentenario, en muchos sitios, reducido a evento mediático, a propaganda para promover intereses políticos coyunturales. Es decir, la historia, la memoria, que es la infraestructura espiritual de las sociedades, tergiversada, reescrita según los proyectos políticos más recientes.
¿Será ese el destino de la historia? ¿Será esa la función de los héroes? ¿Serán legítimos el utilitarismo político y la manipulación electoral de los recuerdos, de las gestas, de las derrotas, de los triunfos? Estas preguntas naturalmente corresponden a los historiadores, pero más que a ellos, a la gente, porque el patrimonio que dejaron los abuelos es del hombre de a pie, y porque además, los intelectuales, insisto, han abdicado de su condición crítica, algunos han preferido entrar a la fiesta de los cortesanos. Y otros han elegido callarse.
Yo no creo que el uso mediático de la historia sea legítimo; que nadie, ni de derechas ni de izquierdas, pueda atribuirse derechos sobre la memoria, ni transformarla en proyecto de coyuntura, o en pobre argumento de discurso. No solo porque sacar de contexto a hechos y personajes distorsiona y desfigura, falsifica y confunde, sino, además, porque la talla de los héroes se contagia de inmediatez y mediocridad, se achica hasta volverse papel mojado. Esto ya está ocurriendo: Bolívar va camino de la degradación; de Libertador, a lugarteniente de Chávez; de hombre lúcido como pocos, a deslucido actor que hace el coro al coronel de paracaidistas; de hombre ejemplar a compañero de Maradona en la complicidad de los despropósitos de las novísimas revoluciones, que suprimen las libertades por las que luchó Bolívar.
Los historiadores, y los ciudadanos han callado en América Latina. Parecería que el uso de la historia como argumento electoral, como pieza de propaganda, entró en el mundo de lo políticamente vedado, de modo que, para muchos, es preferible callar para evitar el riesgo de descalificaciones. De modo que el temor y la autocensura, o quizá el cálculo, permiten que la sensatez se silencie, que se vacíe la memoria, que se la interprete a gusto y sabor de lo que piensa y quiere el último aspirante a gobernador de la Ínsula Barataria. Así, nos quedaremos sin historia, mutilados una vez más, frustrados hasta en el recuerdo de lo que fueron la semillas de estos países.
Si no pudimos forjar estas patrias como los viejos patriotas soñaron, si no pudimos mantener la talla, al menos no hay que devaluar lo que ellos hicieron, al menos hay que preservar algunas cosas del diluvio universal que viene con el “ascenso de la insignificancia”, con el torbellino de la mediocridad.