El Ecuador tiene, al mismo tiempo, mucho y poco Estado. Por ejemplo, tenemos muy poco Estado en educación, salud, nutrición infantil y seguridad.
Paralelamente, tenemos un gobierno que se mete en cosas donde no se le necesita. Su omnipresencia en lo petrolero y lo eléctrico, no tiene sentido. Y si se mira temas como precios mínimos (para el banano) o precios máximos (para combustibles), el absurdo es todavía mayor.
Ese “Estado metiche”, entendido como el gobierno que decide qué se debe producir y qué no, ha tenido pésimas experiencias en estas tierras. La más antigua fue en la colonia, cuando los borbones nos decían qué producir, qué no producir y con quién podíamos negociar lo poco que nos permitían producir.
Aduciendo siempre “los más altos intereses del Reino”, los reyes nos pusieron muchísimas restricciones a lo que los americanos podíamos producir y con quienes podíamos negociar. El resultado (qué sorpresa) fue que las colonias españolas en América prosperaron mucho menos que las colonias inglesas e incluso menos que las colonias portuguesas.
Las regulaciones eran absurdas. Por ejemplo, el cacao producido por Guayaquil solo podía enviarse a Lima. Y Lima solo podía exportar ese cacao a la península. Finalmente, solo desde España se lo podía exportar a otras partes del mundo. Era un grave delito negociar con barcos ingleses que se acercaban a las costas del actual Ecuador. Y los “estancos” no eran otra cosa que monopolios controlados por el Estado.
Esto generó en nuestra Real Audiencia una inflexibilidad económica que, en parte, explica la desesperada búsqueda de romper con España, algo que se concretó hace 200 años y que se analiza en el libro “Bicentenario de Pichincha, Reflexiones sobre la República” editado por Fabián Corral y que se lanzará el miércoles en la UDLA.