De algún modo, dice André Malraux, la historia de la humanidad es la de la guerra. La guerra no es un conflicto o un combate de dos elementos cualquiera de la naturaleza, sino que es un hecho humano que incluye el concepto global de todas nuestras encrucijadas, en cuyo vórtice las rupturas violentas llegan a extremarse hasta su paroxismo.
La naturaleza de la guerra es la de nuestra especie y de ninguna otra. “Víctima y victimario de toda guerra es el ser humano”, sentenció Carl von Clausewitz, acaso el teórico de la guerra más estudiado por líderes de Oriente y Occidente.
Son innumerables los artistas pintores que han dedicado su creación a la guerra. Goya desató su genio en su serie “Los desastres de la guerra”, célebres grabados que fueron objeto de críticas, por su supuesta posición ambivalente ante el marasmo político que sufría España y su empatía con el invasor. Como quiera que fuere, Goya rastreó en las ultimidades trágicas de la guerra: crueldad, tortura, miseria, muerte…
En nuestro país, en una treintena de óleos de formato heroico, Oswaldo Viteri rindió homenaje a Goya nombrando a su serie “Los desastres de las guerras”. Su patetismo nace de su temible eficacia estructural. La barbarie, el dolor, la agonía y la muerte, que emergen de ella –fresco épico trágico–, acuden de adentro, de su matriz, de su fibra más íntima, y la forma pugna por representarlos, por revelar, al menos, esta invencible angustia. Esta colosal serie de Viteri debería estar expuesta siempre a la vista de todos, para conmover a hombres y mujeres de todas las edades.
Mientras tanto, la humanidad sigue viviendo y muriendo nuevas guerras. Sin embargo, el fastuoso ceremonial fúnebre de una reina y el encandilamiento que ha originado en el mundo –incluidas sus actuales colonias sumidas en la miseria–, y la luz astral de una pelota de fútbol, velarán con la pátina del olvido ese “duelo humano en su más superlativa escala que es toda guerra”. Y el tiempo seguirá su camino