Hoy que se cumplen 20 años de la firma de los acuerdos con Perú, más allá de los beneficios innegables que trajo la paz, la pregunta que nos asalta es cómo pasamos de ese momento tan importante de la diplomacia ecuatoriana, que expresó a cabalidad los intereses nacionales y el consenso que se había logrado, al caso inaudito de un espía australiano al servicio de Rusia que demanda al país que le ha brindado asilo durante seis años. Caso este que es la culminación de una política vergonzosa que jugó con los intereses del Ecuador para satisfacer los sueños de gloria de un mitómano de barrio y una alumna que superó al maestro. Recapitulo.
En noviembre de 1998, luego de haber presenciado en Itamaraty la firma de los acuerdos de paz, decidí entrevistar a los protagonistas ecuatorianos de esas negociaciones (y al presidente Fujimori para incorporar el otro punto de vista). Así nació el libro ‘Al filo de la paz’ cuyo objetivo fue recoger los testimonios en caliente, antes de que los avatares de la política y las trampas de la memoria empezaran a distorsionarlos.
Aunque los negociadores ecuatorianos tenían distintos orígenes y tendencias políticas, todos habían puesto por delante los intereses de un Ecuador que por primera vez mantenía una política internacional coherente a pesar de cuatro cambios de Gobierno. No era un país de ángeles, pero tampoco de correístas pues predominaba un sentido de dignidad, pertenencia y sacrificio que se expresaba claramente en militares como José Gallardo y Paco Moncayo y diplomáticos de carrera como mi vecino de columna José Ayala Lasso. Y el consenso no se había buscado insultando a los adversarios internos ni lanzando campañas millonarias (que incluyeran las jugosas comisiones de los publicistas) sino organizando laboriosas mesas de diálogo a lo ancho del país.
Por desgracia, una década después Rafael Correa demostró cuán fácil era azuzar la división y el odio y destruir el profesionalismo de la Cancillería y de las Fuerzas Armadas colocando en Defensa y Exteriores a ministros improvisados y obsecuentes con su delirio, aunque es justo reconocer el olfato político de María Fernanda Espinosa, quien fue amoldándose a las circunstancias. Ya con Moreno, cuando le falló la apuesta a la vicepresidencia, la poeta apuntó más alto y puso la Cancillería a su servicio, descuidando la frontera norte, traicionando la palabra empeñada con Honduras, alabando la tiranía de Ortega y alineándose con Putin.
Cuando termine su show en la ONU, Espinosa deberá responder judicialmente por haber mancillado nuestra nacionalidad otorgándosela al agente de una potencia extranjera con manipulación de leyes y nombramientos. Quizás entonces deba usar, aunque pintado de rosa para no afectar su glamur, el mismo grillete que abandonó en su fuga otro eximio correísta.
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