Kilómetro más o Kilómetro menos, la llamada “Civilización Occidental” a la que pertenecemos los ecuatorianos, ocupa la mitad de la arrugada piel de nuestro Planeta Tierra.
Siempre ha sido muy expansiva, de modo que no debe sorprender cómo ahora intenta aventuras espaciales, pero si nos limitamos solo al Globo, notaremos que compartimos las zonas habitables con otras cuatro sociedades de índole parecida a la nuestra: se trata de las civilización islámica, la hindú, la cristiano ortodoxa y la extremo oriental, según lo explicó el británico Arnold Toynbee, el mayor filósofo de la historia del siglo pasado.
Nuestra Civilización Occidental estaba ya bastante bien definida en los alrededores del año 1000 (Después de Cristo ) y, con audaz y casi pecaminosa síntesis, podría decirse que sus orígenes, las semillas, provinieron de Grecia, a la que se le debe el aprecio de la razón y la lógica y, en un pequeño territorio, la ciudad de Atenas, la invención de la democracia; a Roma, el ideal de la justicia; al cristianismo la fe en el Dios – Hombre redentor.
Si a eso se añaden los cambios del Renacimiento y su método científico; la Revolución Francesa y los derechos del hombre y la máquina de vapor y la Revolución Industrial, con apuros y omisiones, el esquema fundamental estaría ya borroneado.
Y de pronto, en el torrente de las noticias, estos días ha sonado una y otra veces el nombre de Grecia, como el país que prendió la luz roja de alarma, por un incendio que trae nerviosos a los europeos de la hasta ahora exitosa y próspera comunidad integracionista de ese Continente.
Claro que es forzoso diferenciarla de la Grecia clásica; pero lo cierto es que algunos síntomas de la enfermedad no son exclusivos de ese territorio: el desequilibrio fiscal y los fuertes gastos, la poca confianza en los papeles de la deuda y hasta frecuentes denuncias de corrupción.
Hay pues que trazar una nítida línea separatoria entre el maravilloso legado antiguo y la penosa y a veces mezquina peripecia de la Grecia moderna, a la que perjudicaron gravemente, primero, el Imperio Bizantino, obligado puente entre Asia y Europa y, sobre todo el Imperio Otomano luego, al que se solía llamar ‘el gran enfermo’ entre las Cancillerías Europeas.
Coincidencialmente los griegos proclamaron su independencia de los turcos, el mismo año – 1822 – cuando nosotros lo hicimos de los españoles, pero desde entonces la trayectoria fue del todo borrascosa: luchas intestinas; monarquías y reyes destronados; violencia política, pérdidas territoriales; miopía y poca generosidad de los líderes, intervenciones militares; lacerantes coletazos de las guerras balcánicas y mundiales; guerrillas; la inestabilidad impenitente en suma, cuya dolorosa factura acaba siendo pagada siempre por las comunidades nacionales.