La violencia criminal no se detiene. Los asesinatos son más frecuentes y crueles sobre todo en Guayaquil y la Zona 8. El fin de semana pasado se habló de 18 homicidios, 30 semanales, casi 5 por día. La inseguridad es hoy -junto al empleo- el mayor desvelo. Ha desplazado a la pandemia.
La marca de identidad de estos hechos es el sicariato. No es nuevo; se conoce desde la antigua Roma. Se ha instalado aquí y ahora como la forma más común y fulminante. Un asesino a sueldo; mata por plata o algún bien. No pregunta razones ni ideologías. Mata con frialdad y sin rodeos. Maneja armas de última generación. Se juega la vida en cada vuelta. Casi nunca falla. Nunca delata.
El sicario es un operador. Hace el trabajo sucio por encargo; un intermediario entre víctimas y jefes. Se promociona en el entramado subterráneo de la sociedad. Actúa solo, con compinche o desde una estructura criminal. El anonimato y la sorpresa son su sello. Asciende en su profesión según sus logros. Cotiza como fino comerciante: experiencia, tipo de víctima, dificultad, tiempo, implementos, mercado y competencia. Hay profesionales y aprendices. Algunos son importados por eficacia y seguridad.
El poder del sicario se arruga cuando se mira hacia los jefes o contratistas. Éstos viven protegidos y con lujos. No se ensucian. Muchos son parte de pandillas narco y sus conexiones nacionales o extranjeras. Los grandes jefes incluyen a políticos, empresarios, caciques, grupos alegales. Se dice que el asesinato del General Gabela tiene aroma de sicarios.
Nuestras fuerzas del orden están sobrepasadas. Afectan solo a operadores menores. Los cuadros superiores siguen intactos. Y cuando algún personaje cae, la organización se adapta y reinventa; reemplaza al cuadro y acomoda estrategias.
Tenemos sicariato para rato. Recogemos 4 exigencias. Asistencia técnica externa. Información sobre investigaciones de sicarios apresados. Colaboración del sistema judicial. Estrategias para apresar peces gordos… lo menos que podemos pedir.