El miedo y el anonimato se refugian tras una mascarilla. Caras cubiertas y unos ojitos minúsculos ilustrarán la tragedia de este tiempo.
La mascarilla es el muro que los seres humanos, más solos y menos humanos que nunca, queremos construir como barrera para que el coronavirus ni pase ni penetre.
Los rostros ya no son tales, las sonrisas sugeridas se esconden en la tiniebla del cuarto secreto, ese reducto de vaho y signo de protección puede ser, además, mordaza.
Los modelos de mascarillas van desde los barbijos de cirujanos, hasta las protecciones industriales para alejar el letal peligro.
Hay mascarillas con inmensas dentaduras que nos desafían con sorna y burla.
Hay muñequitos y superhéroes de ficción y están las famosas N95 (¿ o 35?). Otras, improvisadas, ofrecen poca protección eficaz y acaso apenas un filtro simbólico.
En tiempos de coronavirus, como del cólera, la peste bubónica, las gripes aviar y porcina, la avidez miserable sí que flota.
Lo hace a sus anchas, como partículas de salivas que suspenden en el aire el coronavirus que busca un pulmón donde alojarse.
Las declaratorias de emergencia fueron aprovechadas por los bucaneros de la historia cuando la revolución verde flex llegó al abordaje del erario nacional.
Sus antecesores en aquello del saqueo de los fondos públicos ya habían descubierto los resquicios para hurtos y fechorías.
Lo hicieron con el dinero de la comida en los tiempos de inundaciones y fenómenos de ‘El Niño’. Lo hicieron en Haití, con las contribuciones para el terremoto.
Aquí en la década pasada, (robada, arrasada, perversa) se llevaron la plata de hospitales y compraron ambulancias que parecían modelos de cartón para armar.
Las emergencias fueron el mejor pretexto para el robo, como además las autoridades de control tenían el cuello en tortícolis crónica por mirar a otro lado, todo bien.
¡Adió!, como decía un amigo , ¿y los billetes del terremoto dónde estarán?
Pero ahora la muerte vino en mascarilla. Lo primero que saltó fue un sobreprecio.
Empresas expertas en gastronomía, importadores de productos veterinarios, constructores, y todo tipo de mercachifles, tramoyas ocultas, siglas rimbombantes.
Todos haciendo su agosto con el dolor ajeno y con los fondos públicos.
No sabemos cuántos de aquellos sin vergüenzas irán a la cárcel y a quienes alcance la vindicta pública.
No sabemos cuántos otros se harán casas en los valles aledaños a Quito o Samborondón, o volarán en cuanto se levante la pandemia de vacaciones a Miami o Marbella.
Cuando vayan de viaje a disfrutar con el fruto del atraco y con la conciencia putrefacta pasarán por filtros de migración y aeropuertos llevando en el alma su virus.
No los verán, nadie verá su cara de palo, estarán refugiados en sus mascarillas siniestras, esconderán los dineros que debieron dar la salud y la vida a otros. La pandemia de la corrupción, esconderá sus rostros canallas. Hasta su victoria, siempre.