Quienes arribamos como generación en los años 60 debimos afrontar los dilemas de esa hora, enarbolamos un existencialismo algo trasnochado, para entonces; nuestra asincronía cultural con respecto a la metrópoli europea se mantenía. La influencia cultural de Francia en la intelectualidad latinoamericana era evidente.
Sartre, Camus, Beckett eran los astros fulgurantes. En 1960 murió Camus y en esa misma década la prepotencia de Sartre declinó ante el descrédito de la izquierda francesa. Al hacer un balance de lo que entonces fuimos y soñamos, con la distancia del tiempo, podemos decir que, al definirnos como naciente generación hubo modelos de pensamiento y praxis que marcaron nuestra visión del mundo, el hombre y la historia. Los existencialistas no fueron los únicos mentores, Marx, Nietzsche y Heidegger nunca faltaron.
Los jóvenes de entonces leíamos con pasión a Sartre y Camus. Del primero admiramos la lucidez de su pensamiento; nos entusiasmó su idea del compromiso del intelectual en la lucha por la libertad de los pueblos; con inquietud asumimos su filosofía del absurdo y la angustia; nos desconcertó su enfermiza complacencia con lo viscoso y desagradable de la vida, su recurrencia a la existencia vermicular, a lo atroz como referente de lo humano. De Albert Camus nos entusiasmó ese universo amable, soleado y sensual que se abre en “Bodas” y “El extranjero”; su búsqueda de la dicha aun sabiendo que la existencia carecía de sentido.
Ateo al igual que Sartre, Camus transmitía una simpatía fundada en valores éticos como la solidaridad y la afirmación de lo espiritual. Lejos de la atmósfera neblinosa y racionalista en la que habitaba Sartre, Camus representaba una búsqueda de lo vital y amable del mundo, una adhesión a lo simple y elemental de la existencia, un humanismo laico basado en el amor, la solidaridad y la compasión. “En el ser humano –dijo- hay más cosas dignas de admiración que de desprecio”.
Nuestro existencialismo fue militante, impregnado de dogmatismo marxista germinado y madurado en esos invernaderos ideológicos que, en esos años, fueron las universidades estatales. Y sin embargo, no podemos decir que la generación del 60, toda ella, fue ideológicamente sartriana. Muchos de nosotros preferimos a Camus y su visión positiva del hombre en un mundo azotado por el odio y el racismo.
Nuestro compromiso fue unánime al expresarnos contra el colonialismo; unánime en la condena a un pasado de opresión e injusticia social; unánime en la impugnación de una cultura que desdeñaba las raíces históricas de los pueblos originarios.
Tiempos de euforia y pasiones desatadas los de entonces; la hora de cambiar la historia de los pueblos había llegado. La bandera roja de las revoluciones flameaba en todo el continente.