El Ecuador atraviesa por uno de los momentos más críticos en términos políticos e institucionales. Un capítulo de toda esta larga historia es lo ocurrido hace pocos días con la fuga de la ex ministra y colaboradora cercana del expresidente Rafael Correa, María de los Ángeles Duarte. Con la finalidad de esquivar la acción de la justicia, ya que sobre ella pesa una orden de prisión de 8 años por el delito de cohecho en el caso Sobornos 2012-2016, estaba refugiada desde agosto de 2020 en la sede la Embajada Argentina en Quito. Recién en diciembre de 2022 el gobierno argentino le otorgó asilo diplomático y, con ello, Duarte pretendía que la cancillería ecuatoriana le emita un salvoconducto para salir fuera del país.
A más de resultar altamente cuestionable la interferencia de la Embajada Argentina con la acción de la justicia ecuatoriana, es insólita su participación ya que, en una especie de operativo cinematográfico triangulado con el embajador de Venezuela en Ecuador, facilitaron la escapada de Duarte.
Curiosamente nadie sabe nada. Para el gobierno del presidente argentino Alberto Fernández la fuga se debió a la “inoperancia de las autoridades ecuatorianas” que permitieron circular por Ecuador a Duarte hasta llegar al extranjero. Para el canciller ecuatoriano, en cambio, ha habido clara complicidad. Hay inconsistencias en la información entregada por parte del exembajador de Argentina.
En medio de estas mutuas acusaciones, participación de los cancilleres de ambos países, retiro de embajadores y congelamiento de las relaciones, llama la atención que Duarte haya salido de manera campante de la sede diplomática y del país sin que se establezcan responsabilidades.
Correa acaba de decir que Lasso lo estaba chantajeando a cambio de votos en la Asamblea. Otros dicen que Duarte, así como la libertad de Glas y Mera, fue parte del pacto entre el gobierno y el correísmo. Entonces, ¿el juicio político a Lasso no es más que una cortina de humo para ocultar los acuerdos ocultos para el regreso del correísmo?