Las razones son varias, y un poco más complejas de lo que los sensacionalistas reportes deportivos de todo el mundo suelen hacer ver.
Para empezar está el tema de la FIFA. Una organización que vive rodeada por un halo de secretismo, corrupción e impunidad asombrosa. Que funciona con códigos cuasi mafiosos, al margen de tribunales de justicia, de autoridades políticas democráticas, y de casi todas las formas de transparencia que han desarrollado los Estados modernos. Ah, y que moviliza miles de millones de dólares.
Esta mala imagen se ha agravado por los recientes escándalos en torno a la designación de Qatar como sede del Mundial 2022, pero sobre todo al salir a luz las exigencias de la FIFA a Brasil: desde construir estadios faraónicos, hasta legalizar la venta de alcohol en los estadios.
La situación de enojo de muchos brasileños se potencia por el momento político y económico que vive el país este año.
Por un lado, está la notoriamente debilitada figura de la presidenta Dilma Rousseff. Se trata de una Mandataria muy poco carismática, de rostro adusto y mando severo. Alguien, en cierta forma, puesta a dedo por su predecesor Lula da Silva, para “gerenciar” la transición entre el fin de su mandato y su casi seguro regreso posterior.
Una persona que no podría ser más distinta que Lula, golpeada, además, por un escándalo de corrupción en el Partido de los Trabajadores, que ha puesto en serias dudas la chance de Lula de aspirar a volver. Este caso, conocido como el Mensalao (la mensualidad) fue destapado por la revista Veja hace casi 10 años. Pero en su interminable deriva judicial, que ha culminado hace poco con casi toda la cúpula del PT en la cárcel, ha mostrado al brasileño de a pie un esquema de corrupción e impunidad indignante en las altas esferas del poder político.
Luego de un crecimiento bastante bueno hasta el 2009 y de que el país fuera señalado como una gran potencia emergente, de que sus políticas sociales fueran puestas como modelo internacional, las últimas noticias en ese sentido no podrían ser más decepcionantes. Este año, el aumento económico de Brasil se muestra estancado y ha sido de solo 0,2% en el primer trimestre.
A esto se suma una inflación del 6% anual, muy alta para los estándares globales, un frenazo en la creación de trabajo en la industria, y a la emergencia de una nueva clase media plagada de ambiciones y exigencias que la realidad no está pudiendo satisfacer.
Otro dato interesante, los cientos y cientos de millones de dólares de inversión pública para esta Copa (y los próximos Juegos Olímpicos) no han logrado estimular mínimamente la economía brasileña. Algo digno de atención por todos los economistas “keynesianos” que proliferan.
Ante esto, suena esclarecedora la explicación del alcalde de Río de Janeiro, Eduardo Paes, quien dijo: “En Brasil hemos tratado la Copa como si fuese la razón de nuestros problemas, y no es así”, “No somos un país tan exitoso como se decía hace tres años, ni el desastre que dicen que somos ahora”.