En el ámbito de la literatura, la ficción es un ingrediente indispensable; en el ámbito de la vida cotidiana, aunque a veces peligrosa, es inevitable; en el ámbito jurídico es a veces necesaria, pero en el ámbito de lo político puede ser un desastre. Y tal es, desgraciadamente, la ficción de la “voluntad popular”, sobre la cual ya ha escrito lúcidamente el doctor Corral.
En una sociedad como la suiza, donde la tradición democrática es varias veces centenaria y toda la población es dueña de una clara conciencia política y social, gracias a la tradición y a un elevado nivel de instrucción formal (y no digo “cultura elevada” porque no tiene sentido), es comprensible que el plebiscito y el referéndum sean un procedimiento habitual, porque la ficción que hay en esos procesos queda reducida a un mínimo tolerable: en tal circunstancia, es aceptable que se considere el resultado de dichos mecanismos como la expresión de la “voluntad popular”.
Pero en una sociedad como la ecuatoriana las cosas son muy distintas.
En doscientos años de vida republicana no hemos logrado integrar nuestra sociedad, hasta el punto que podemos ver como extraños a muchos de nuestros conciudadanos. Tampoco hemos llegado a dotar a esa misma sociedad de un sistema educativo que pueda considerarse al menos aceptable.
La relación de las personas con la vida política se reduce a emociones e intereses, cuando no es nula, y los prejuicios dominan la visión que la mayoría tiene del mundo en que vive. Hablando “el idioma de la escritura santa”, ya lo decía Espejo en el siglo XVIII,: “vivimos en la más grosera ignorancia y en la miseria más deplorable” (“Discurso a la Escuela de la Concordia”). Lo que hemos mejorado desde entonces ha sido tan poco en relación al tiempo transcurrido, que todos los gobiernos, sin excepción alguna, deberían sentirse avergonzados. ¿Cómo es posible, entonces, hablar sin rubor de las “decisiones del pueblo” o de la “voluntad general”?
Sería bueno que dejemos de fingir. Una reciente encuesta reveló que un altísimo porcentaje de la población no entiende las preguntas que ha planteado el gobierno; otro alarmante porcentaje ignora que en la consulta hay que responder a ciertas preguntas, y hay un grupo considerable que ni siquiera se ha enterado de que hay una consulta popular. Cuando les hablan de ella, algunos preguntan: “¿qué es eso?”. La realidad, por tanto, es muy distinta de la ficción legal: en una consulta, las decisiones obedecen a la tendencia mayoritaria dentro de un estrato restringido de la población, pero a veces, debido a la intervención de las prácticas populistas, revelan solamente la identidad de la organización de mayor influencia. En vez de hacernos ilusiones, debemos reconocerlo y comprometernos a realizar conjuntamente, sin distinción de estamentos ni de clases, un esfuerzo gigantesco para salir de la “grosera ignorancia” ya denunciada por Espejo. Tal es la necesidad primera, y no los intereses de los sectores de poder económico aplastante.
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