El 2 de mayo de 1519 murió Leonardo da Vinci en Cloux. Cuatrocientos años después, el 6 de julio de 1919, nació en Quito Oswaldo Guayasamín. En este mal 2019 conmemoramos, por lo tanto, el quinto centenario de Leonardo y el primer centenario de Guayasamín: dos centenarios que no pueden ser ignorados. Respecto al primero, parecería entendible, pero no justificable, que el recuerdo se reduzca a alguna publicación ocasional o exposición de reproducciones que podrían obtenerse con la colaboración de la embajada italiana; pero en cuanto al segundo sería imperdonable que no se llevara a cabo una gran celebración, para acercar la pintura de Guayasamín a los jóvenes especialmente, y a los niños.
Hay que reconocer, desde luego, que la Universidad Católica ha abierto ya una exposición de un Guayasamín desconocido: aquel que pudo expresar la ternura que llenaba su corazón, a pesar de los horrores de nuestro tiempo. Pero el Estado, representado por instituciones oficiales, no parece haberse percatado todavía de la necesidad de llevar a cabo una gran conmemoración. No es raro que así suceda: los ecuatorianos no solemos apreciar nuestros valores. Los que hoy se promocionan tienen mucho que ver con el turismo, porque tiene, entre otros, el olor del dinero. Aquello que no puede cotizarse ni generar ganancias simplemente se olvida.
Lo que Leonardo fue para Occidente, Guayasamín fue para el Ecuador y para América: el descubrimiento de la verdad que habita en el ser humano. Imbuido del espíritu renacentista, Leonardo se despojó de las ataduras de los dogmas medievales y exaltó la grandeza de un ser llamado sobre todo a dominar el mundo con la razón. Lleno del espíritu de rebeldía que fue propio del siglo XX, Guayasamín se puso a explorar las deformidades que el odio, la crueldad y la ambición causaron en la sociedad humana.
Sería muy arriesgado (y quizá descabellado) intentar un paralelo entre Leonardo y Guayasamín. Dos mundos lejanos que sin embargo están buscando un mismo objetivo, que es la exploración de ese extraño ser que es el humano: el abismo que los separa es precisamente el vínculo de su más secreta y paradójica proximidad.
El arte es el imperio de la forma. Su contenido no está detrás de la forma ni escondido en ella: su contenido es su forma. Lo que “dice” un cuadro de Leonardo no es (como pretende cierta novela que hizo algún revuelo) ningún mensaje misterioso: lo que dice es que el suyo es un tiempo esplendoroso, donde puede brillar el ser humano en toda su grandeza. Lo que “dice” un cuadro de Guayasamín es que ha nacido en un tiempo infame, donde el tener se ha convertido en bien supremo y en justificación de atrocidades.
Lo que separa a Leonardo de Guayasamín es su tiempo: lo que les junta es un lenguaje. Pero ambos son universales, porque supieron amar su tiempo y murieron con él.