“Horrible, abrumadora, es la jornada,/ la espantosa jornada de la vida;/ todo el mundo nos deja en la partida/ y nadie nos espera en la llegada”.
La leyenda acude rauda para fundir imágenes de artistas. Parecería que muchos pertenecen más a la leyenda que a su propia vida. Un caso paradigmático de esa inextricable interferencia entre leyenda y vida de Félix Valencia (Latacunga, 1886-¿Quito, 1918?). “Nunca se sabrá la verdadera fecha de su muerte ni adónde fueron a parar sus cenizas”. Se conoce que perteneció a un hogar de escasos recursos y perdió a sus padres en edad temprana. Vino a Quito e ingresó al colegio Mejía. Lo demás es una sucesión de volutas de humo. Se lo veía, cuenta la leyenda, paseando por la Plaza Grande, traje, camisa y corbata de lazo, desvaídos por el uso. De mediana estatura, el pelo rubio y ensortijado cayendo en cascada sobre los hombros, pómulos salientes, pliegues en su frente resaltando su acritud, la mirada altiva, abstraído, como si estuviera perdido en alguna misteriosa travesía, llevaba consigo un famélico perro. “Meses pudriéndome en una cueva y acabo de cumplir veinte y tres años y la vida es tan monótona que ni siquiera queda fuerza para desear nada”, escribió.Misántropo, soberbio, extravagante, jamás aceptó nada de nadie y execró la misericordia de los monjes en cuyos atrios de sus conventos solía pernoctar; cuando alguno de ellos se acercaba para ofrecerle abrigo respondía: “No soy mendigo, soy poeta”. Su poema “La gran mentira” –identificado como religioso– desliza acentos blasfematorios: “¡Y entre tantos horrores no se ha visto/ un acto más infame que el de Judas,/ ni un morir más inútil que el de Cristo”.
Desasimiento de todo lo que significa la vida; su poesía abrevó de los simbolistas y parnasianos franceses, y de la lobreguez de Edgar Allan Poe, Henri Barbusse y “Los cantos del Maldoror”. Desgajados de su alma atormentada y convulsa, dejó dos cuadernos de poesía: “La epopeya de San Mateo” y “Cantos de vida y muerte”. ¿Fue un “poeta menor”? Valencia responde a su época, y en ese entorno hay que verlo y leerlo. Profusión de sentimentalismo: “un mundo por un beso de tus ojos,/ un cielo por un beso de tu boca”. O “En la morgue”, doliente canto premonitorio, su cadáver –se cree– sirvió para estudiantes de Medicina: “Los curiosos practicantes observaron enseguida/ aquel cráneo que en un tiempo soñó acaso con la gloria/ y allí estaba cual brillante calcinado y hecho escoria”.
Pasional y acerba, desolada, rezumante de tedio, amor y muerte en simbiosis trágica, parte de su poesía se ha convertido en pasillos y yaravíes. En su lugar de origen, Latacunga, conocen su obra y reclaman un sitio junto a la de los renombrados decapitados. Sus versos han sobrevivido al implacable juicio del tiempo. ¿Qué otra cosa puede esperar un artista, sino hacer realidad su leyenda?