Félix es bajito y frágil, abstraído y tímido. No habla, musita. No ríe, sonríe a veces. Ha tenido un solo sueño en su vida: pintar, alejado de todos y de todo, invisible ante el mundo. En sus exposiciones no sabe a qué santo recurrir para continuar en su ensimismamiento. Está tramado de silencio vital, fecundo. El silencio hecho hombre. Por su creación visual habla y se comunica con los demás y, gracias a ella, vive.
De esta especie de artistas hay pocos. Un artista genuino, que construye un universo propio, es Félix Aráuz (Guayaquil, 1935). Dos vertientes fluyen por él: “tragedia y gozo”, las dos carátulas de Paul de Saint-Victor.
Por la primera fluyen criaturas desgarradas, inermes, resueltas en un expresionismo despiadado. Es el doble que lleva por máscara nuestro rostro. El rostro deshecho y transfigurado en una contorsión desesperada. El ángel caído. Al volver el rostro: no hay nada. También nosotros nos hemos ido de nosotros mismo. Son los Personajes de Félix. En nuestra memoria su estupenda versión del Ecce Homo (1976): un dios que son todos los dioses, carbonizado, convertido en humo.
La segunda está signada por un querer (pasión-amor). Exploración no hacia el porvenir ni al pasado, sino hacia ese núcleo de afinidad que es, a la par, origen y fin de los tiempos: víspera del comienzo y mañana del fin. Árboles cuajados de criaturas de ojos abisales que llevan sobre ellas aves paradisíacas. Paisajes encendidos. Cabezas rientes. Peces. Flores. Grafías oníricas con alusiones precolombinas. Refundación de la inocencia. Vuelta a la niñez perdida. “Sueño con estas imágenes”, suele decirme Félix. El sueño es pasión.
Omitiendo sábados, domingos y días de guardar, a las seis de todas las mañanas, Félix aparece en su taller como un fluido iluminado, perdido entre bastidores, lienzos, óleos, espátulas, pinceles, libros, y una vasta obra que ha ido acumulando a lo largo de los años… Le pregunto si piensa venderla, su respuesta es un mohín que explicita su negativa. Oficio de vivir, oficio de pintor. Según testimonio de Nila Villafuerte, su compañera, Aráuz se recoge pasada la medianoche del día siguiente.
Estamos frente a un hombre que, en cada trazo, color, símbolo, se da por entero y cuya obra es inseparable de su vida y de su inmediato destino. Todo lo que vive, lee, medita y ve, Felix lo pinta. Obstinación por la luz. Porfía por hallar la verdad de su arte. Inacabable asedio del color (¿no fue Monet, el pintor de la “placidez”, quien reiteraba que el color es su obsesión, alegría y tormento?). Génesis de la vida y el amor. Apocalipsis de la inocencia.
Cumplía treinta años Aráuz, su amigo y compañero Juan Villafuerte hizo su retrato. El niño triste y tierno que se agita en sus confines fue cautivado en él. El niño tímido y obsesivo que logró levantar su propio universo.
“La hora es transparente:/ vemos, si es invisible el pájaro,/ el color de su canto”.