Atrapada entre lo taurino y lo mestizo, entre el desplante del torero y la arrogancia del toro, indecisa entre el cachullapi y el pasodoble, la fiesta de la ciudad fue, y es, expresión de la paradoja histórica que llevamos dentro. Quito, la de las iglesias, la española de los patios solariegos y los balcones, y la moderna, celebra su fundación sobre la derrota del incario.
Rememora su vida y su nacimiento, que surgieron de la caída y la negación, del triunfo y la derrota: Benalcázar y Atahualpa. El conquistador a caballo, espada y armadura, frente al guerrero de a pie. Esa paradoja está en el origen de una sociedad que festeja, pero que aún no se reconoce, que se empeña en negar, que afirma sin saber.
Paradojas. El mestizaje es una paradoja. Los chagras, herederos de la cultura quichua y española, blancos por las aficiones camperas y los caballos, son los mayorales que en los páramos, pueblos y haciendas, crían los toros de lidia. Los toreros y sus decires son, casi todos, españoles.
La clase media que llenaba el coso en los días de la plenitud taurina, quería ser española, elevaba la bota y bebía vino, y había quienes, de pronto, hasta hablaban en andaluz. Después de la feria, guardaban los trastos taurinos y… regresaban a la quiteñidad.
Paradójica y todo, y tan venida a menos como está ahora, la fiesta debería ser ocasión para plantearse la ciudad como hecho histórico, español e indígena, y como memoria que trascienda del tumulto. Como vecindario y problema. Me temo, sin embargo, que la ocasión se desperdicia cada año entre alboroto y alcohol, entre los embotellamientos de tráfico y esa recurrente angustia por divertirse, que es la antesala de la otra angustia de temporada: la de comprar, invadir almacenes y disputar mercancías. Lamentable el desperdicio de la ocasión, porque quienes habitamos aquí necesitamos, con urgencia, que la ciudad sea, otra vez, espacio para vivir. Y eso se logra solamente si se empieza por pensarla, por mirarla con toda su carga de belleza y de conflicto, de miseria y de paisaje.
Habrá que replantear la fiesta, porque Quito merece algo más que “pachanga en chiva”, y porque, además, hay mucha gente que no sabe lo que festeja. Se queda en la farra, el feriado y el desfile. El problema es la intrascendencia, el horizonte corto, la memoria ausente y la disparatada negación de la historia. Digámoslo: el problema es la ignorancia, la peste intelectual que carcome a una sociedad que vive al día, y que más que comunidad estructurada, es tumulto, lleno, bloqueo e inseguridad.
Una forma de alcanzar una visión diferente de la ciudad, que convoque y comprometa, será la pragmática y objetiva de priorizar la solución de sus problemas, comenzando por la inseguridad, el tráfico, la contaminación y la basura.