La evaluación se puso de moda gracias a la presión de una nueva mayoría en ciernes de la Asamblea. Hemos oído de ella sobre todo en lo educativo y en proyectos. La “rendición de cuentas” -innovación que suponía evaluación- sucumbió. Se la comió la burocracia o devino en publicidad de personajes o instituciones. Apreciaciones desde el poder para justificar el poder.
En la Asamblea, la evaluación aparece como paso previo e indispensable para juzgar y cambiar autoridades. Se sospechan intenciones ulteriores inconfesables. El proceso está profundamente contaminado de intereses políticos. Y en estos casos la argumentación, la objetividad y la justicia pierden espacio.
Evaluar no debería causar escándalo. Debería ser parte estructural de todo ciclo de gestión. En esencia, es un ejercicio crítico legítimo y democrático de exigir cuentas y mejorar procesos. Claro, cuando se cumplen ciertos principios centrales. Uno de ellos es el rigor del proceso y el respeto a los hallazgos. Adelantar resultados, juicios y sanciones -como lo han hecho varios honorables- pervierte el mecanismo. Lo vuelve pretexto y humo. Legitima mañosamente decisiones tomadas.
Toda evaluación implica una relación entre objetivos y resultados. En nuestro caso se vuelve complejo porque no hay objetivos declarados y agenda explícita. Toda evaluación también necesita evidencias para ganar en objetividad. Las divagaciones, lucimientos, descontextualizaciones, contradicciones, adscripciones en plancha, la ridiculizan. Se precisa argumentos, pruebas. Para que las conclusiones sean casi inobjetables.
Toda evaluación apunta al futuro. Si se quedan en venganzas y apetitos personales, si no producen aprendizajes y mejoramiento de la vida, se empobrecen. El ejercicio debe asegurar beneficios para la práctica legislativa. De todos por favor.
Sería sano para la democracia que ejercicios evaluativos rigurosos seextiendan e institucionalicen. Más aún en un escenario plagado de vicios y con autocrítica ausente.