Hace más de cincuenta años (1972) circuló la versión en español de uno de los grandes libros de Max Weber: Ensayos de sociología contemporánea. En uno de sus cautivadores ensayos se refiere a la vocación política. Dice que hay dos formas de hacer política, los que viven «para» la política y quienes viven «de» la política. A los primeros les motiva una causa noble, el bien común, el interés general o el bienestar social; mientras los segundos, buscan y gozan de los dividendos que les otorga la política. A éstos últimos les importa un bledo la democracia y el bien de los demás.
Leyendo los textos de Weber, da la impresión que describe el comportamiento de algunos líderes y a muchos de los asambleístas. No les importa la democracia. Les motiva los beneficios y prebendas que les deja la política. Sus egos son tan grandes como la demagogia en la que se mueven, Viven de la simplicidad y de la retórica, del discurso incendiario y bravucón.
Weber describe al cacique que controla el aparato organizativo y lo coloca a su servicio. Quien centraliza todo en sus manos. El iluminado que explica y justifica todo. El que es receptor de gratificaciones y ventajas. «Sólo busca poder, poder como fuente de dinero, pero también poder por el poder». El cacique que vive «de» la política, se alimenta de la vanidad y de los excesos que expanden su vanidad. El afán por alcanzar notoriedad y poder es parte central de su espíritu. Busca destacarse y lucirse. Valentón y belicoso, se considera el depositario de todas las cualidades redentoras. El que impone todo. «Su irresponsabilidad le sugiere gozar del poder por el poder» como fin, sin contenido y substancia alguna. No conoce la ética ni tiene idea de la misma.
Imaginémonos la larga lista de quienes calzan a la perfección en la descripción de Weber. Para dolor de nuestra democracia, abundan los que viven «de» la política y vegetan en la confrontación, la irracionalidad y la descomposición.