América Latina vive marcada en el mito de la revolución. Los intelectuales no dudaron en abdicar de sus tareas, en avergonzarse de su función crítica, para someterse a los dictámenes de los caudillos. Los historiadores se pusieron los anteojeras de la ideología para escribir en función de un proyecto político, y no en razón de los hechos. Los jóvenes cayeron en la trampa, se negaron a ver los paredones y las cárceles, que son los signos no queridos de la revolución, y se quedaron en los cánticos y las imágenes. El hombre común se ancló también en la ilusión y en el mito.
No se quiere admitir, ni debatir, la “verdad de la revolución”. No ha prosperado el examen objetivo y veraz de causas y consecuencias, de promesas y resultados. Se insiste en protegerle a la ilusión revolucionaria tras una batería de mentiras prefabricadas, tras la cortina de las descalificaciones. Así, los que se atreven a cuestionar, son traidores y gusanos. Los que pretenden averiguar más allá de la propaganda, son espías, agentes extranjeros, traidores a la patria. Los que quieren apartarse un milímetro de la dogmática oficial, son “revisionistas”. Todos ellos son tipos de la peor especie, porque se han sacudido la magia de la dominación, y han sacudido el miedo, que es el mejor antídoto contra la tentación de la libertad.
En todas las experiencias revolucionarias recientes, transcurrida la luna de miel, agotados los tiempos de gracia e ilusión, la gente pronto advierte que lo que queda vivo es el poder que cambió de mano, las cárceles que se llenaron con otros, las prebendas que cambiaron de titular, la miseria que sigue, y la nueva pobreza que ha nacido como signo de la época: la de la sumisión que se abonó con la caducidad de los principios, con el acomodo de los más, con el silencio y el pavor a los comités de pesquisas, a los “chivatos” que venden al vecino, al padre y a la madre.
El “problema” de las revoluciones es la libertad, es la idea que anda en la cabeza de la gente de que hay derechos que se tienen por naturaleza y por condición humana, que no se le deben ni el Estado ni al caudillo dispensador de favores y regalos. El “problema” es la palabra, la opinión, la vocación por ser cada cual. El “problema” es la idea de que la persona es ella, cada cual, y que no puede ser parte del rebaño ni pieza de la máquina. El problema es el individuo, porque el plan de los dueños del poder es la masificación. Lo ideal de los revolucionarios de todos los signos es la plaza llena de áulicos que aclaman, la multitud de sometidos que gritan. Es la uniformidad, la unanimidad, y si es necesario, el silencio.
A estas alturas del tiempo, se hace necesario examinar la moralidad de las revoluciones, destruir los mitos que las acompañan, señalar las prisiones donde se pudren los disidentes. Se hace necesario decir la verdad, nada más.