Cabe creer que defensores y enemigos del gobierno del economista Rafael Correa coincidirán al menos en un punto: reconocer la bullente imaginación que caracteriza a su Régimen, los trucos acrobáticos de propaganda, la agilidad para tender nuevos puentes de comunicación con la gente, los mitos, las leyendas, las múltiples frases esteriotipadas pero, si bien todas esas habilidades funcionan a su favor, no debe desconocerse un claro peligro, y este sería excederse a sí mismo, hasta llegar a causar los efectos contrarios. Tal parece que acaba de ocurrir, a propósito de los cien años de la muerte del general Eloy Alfaro y varios de sus colaboradores, en enero del 1912, con el intento de alterar documentos históricos de la época.
Alfaro fue sin duda alguna un personaje importante del siglo pasado. Por cierto, tampoco el ‘mejor de los ecuatorianos’, como lo pretende un curioso plebiscito levantado sobre la ignorancia de unos, la simpleza de rastacuerismo a control remoto de otros, y la complicidad con desaforados afanes de distorsionar acontecimientos, en los demás.
Nadie desconoce la valentía del caudillo manabita, su lealtad a los compañeros de las ‘montoneras’, la amplia visión internacional y latinoamericana sobre todo. El mismo severo biógrafo pero abrumadoramente respaldado en informaciones válidas, Wilfrido Loor, destaca desde la primera página que Alfaro tuvo virtudes naturales “dignas de imitación por parte de nuestros hombres públicos: su fidelidad conyugal, el tierno y delicado amor a sus padres e hijos, la generosa protección que dispensó a sus hermanos para prepararles un venturoso porvenir, la vida sobria cuando tuvo el poder en sus manos, el afable trato a las personas desemparadas de la fortuna que le demandaron auxilio cuando era Presidente y su deseo de complacerlas”. El propio Wilfrido Loor sigue: “En política Alfaro no perteneció a esa clase de vividores de nuestros días, que suben y medran arrastrándose como reptiles”.
Pero claro, para no basarse en la mentira, sino fundar “la historia en la dura roca de la verdad”, Loor tiene que aseverar: “Alfaro acabó en el Ecuador con la libertad y la democracia”, y pasa luego a la demostración documental. No fue pues Eloy Alfaro ni un santo ni un demonio, sino un ser humano enfrentado a su propia dramática dialéctica. Y un excelente homenaje al centenario de su macabro sacrificio final hubiera sido promover un estudio serio, objetivo y comprensivo del personaje para devolverle aquilatado, al patrimonio ecuatoriano, necesitados de ejemplos inspiradores y auténticos.
Y frente a esta evidencia, aparecen como trágica y desventurada broma, el intento siquiera de alterar documentos, versiones textuales de un episodio sangriento y doloroso, ante el cual solo cabe inclinarse con respeto y la actuante voluntad de solidaridad y la paz, que debería ser el característico sello de nuestra nacionalidad.