En Ecuador estamos mal, muy mal. La confianza interpersonal, es decir la confianza que tenemos en las otras personas que conforman nuestro entorno, elemento esencial para el sostenimiento de la democracia, es bastante baja. De acuerdo al Barómetro de Las Américas solo el 43% de la ciudadanía encuentra confiable a la gente de su comunidad.
Otro elemento en el que andamos muy escasos es la tolerancia. En los indicadores de tolerancia política del mismo Barómetro, de 100 grados posibles, los ecuatorianos apenas alcanzan 50 en la aprobación de que las personas que hablen mal de la forma de gobierno de Ecuador, no sólo del gobierno de turno, sino del sistema de gobierno, tengan derecho a votar, a realizar manifestaciones pacíficas para expresar sus puntos de vista, a que puedan postularse a cargos públicos y a que puedan opinar en televisión.
Esto ha generado una enorme polarización y un exacerbamiento de las posiciones extremas. A esto hay que añadirle la política identitaria, que ha fomentado la frustración y el resentimiento de varios sectores sociales, lo que va de la mano con la supuesta superioridad moral de ciertos grupos sobre otros y una cada vez más común cultura de la cancelación.
Así, nuestro país se ha transformado en una “sociedad de la intolerancia”, en la que la capacidad para aceptar lo que no nos gusta se ha perdido y en la que ya casi no existe el respeto por el que disiente, lo que de acuerdo al politólogo Fernando Vallespín es señal de la decadencia de la cultura política liberal, sustento de la democracia.
En definitiva, nuestro tejido social está fracturado y lo que hemos visto en las movilizaciones sociales son muestra de eso. No por las justas reivindicaciones que muchos de quienes se han unido a ellas pudieran tener, sino por como líderes sociales y políticos las están utilizando como excusa para atentar contra la democracia y los derechos de los demás mientras que posiciones de lado y lado se hacen cada vez más irreconciliables.