Un estadista debería conocer su tiempo. Intuir hasta qué punto tiene en sus manos las riendas de la situación. En verdad, su palabra es el mayor tesoro para el buen gobierno de un estadista; cuando esta pierde altura y se desvaloriza todo el andamiaje de liderazgo se fisura.
Un estadista debe, por tanto, conocer el punto de ruptura en que su permanencia en el poder hace bien o mal al país que gobierna.
Y debe escoger la mejor puerta para salir si ese momento llega; una puerta de dignidad, un camino que le permita abandonar su cargo con la frente en alto. Mucho se pondera la forma en que un estadista llega al poder. Elecciones en que arrasó a sus contrincantes, carisma, sabiduría para entender a las masas.
Poco se menciona, en cambio, la cualidad que igualmente le debe adornar y que es la contraria: el don para descifrar el momento de la retirada; la hora de la derrota y del reconocimiento de sus limitaciones y fallas. Obviamente, si a uno le fue macanudo por un largo tiempo; si en la edad de oro tuvo plata para todo y fue adorado por casi todos; si las hizo de redentor y refundador de un Estado millonario, quizá, sea difícil visualizar el final. Me imagino que desde lo alto se pensará que la magia del poder para reproducirse es inagotable, pero un estadista debería distinguir entre la cal y la arena, entre el adulo y su ser, y si es del caso, tomar la decisión.
Sí, tomar la decisión de aceptar que su presencia le puede hacer más mal que bien al país que tanto dice amar; la decisión de no esperar a que llegue el descalabro económico y con este la implosión política; la decisión de valorar la confianza que las sociedades deben tener en sus gobernantes no solo en los tiempos de auge, sino sobre todo en las épocas de crisis; la decisión de abrir los ojos y asumir sus fracasos; la decisión de tener la valentía de aceptar que se equivocó, sin atenuantes. Sí, cuando a un estadista le pasó el momento debe tomar la decisión. Cuando la economía se le ha escapado de las manos, no hay otro camino; cuando la política hace agua al compás de las dificultades, no debe esperar que todo le caiga encima, porque el que cae puede ser un país entero; un país que se desploma con un estante repleto de eslóganes.
Claro que la decisión debe ser difícil; pero para eso están los estadistas. Para eso se formaron en el privilegio de gobernarnos cuando sobraban las palabras y el dinero. O, al menos un estadista debería reconocer que si está encarcelado en el papel de redentor, debe dar un paso al costado cuando vengan las vacas flacas. Esa sapiencia mínima, ese último sentido de paradójica grandeza debería guiar su pensar y obrar en los momentos finales. De lo contrario, en vez de la puerta grande, en vez de la frente en alto, en vez de conservar voz y credibilidad para defender sus buenas acciones ante la historia, le esperará la huida, las masas corriendo detrás, el escarnio, la catástrofe del día final.
Es sencillo, un estadista debe saber llegar y debe saber irse. Y ese irse no necesariamente debe ocurrir cuando se termina el mandato para el cual fue elegido, sino cuando su presencia se ha convertido en el problema antes que en la solución.
@cmontufarm