Nuestra columna anterior elabora sobre las consideraciones generales que F. Hegel ofrece en relación con el “espíritu”. La cerramos resaltando que para él espíritu es un proceso dialéctico que transita por tres estadios: subjetivo, objetivo y absoluto.
En el “estadio subjetivo” el hombre reflexiona sobre su vida sustentándose en el intelecto y la voluntad. En esta etapa de formación espiritual el individuo llega a “saberse a sí mismo”, adquiere conciencia de su naturaleza. Reconoce que el alma – antropológica – es solo el inicio del progreso hacia lo absoluto. La conciencia en esta fase implica “saber” y “querer” a título fenomenológico.
Referirse al “estadio objetivo” es ponderar el espíritu a través del derecho, la moralidad y la eticidad. Para el primero, “todos los hombres son fines en sí mismos” (I. Kant), que no medios. Es la consecuencia inmediata del precedente que se sustenta en la libertad intrínseca de la persona. Respecto de la moralidad, Hegel la gravita en la motivación… materialización filosófica que da origen a la eticidad (ética objetiva). En ésta juega rol preponderante la “verdad” espiritual, que partiendo del sujeto y transitando por la familia culmina en el Estado. De allí que el alemán teoriza en una ontología de éste.
Dialécticamente, el espíritu “absoluto” en Hegel es la síntesis de los dos estadios anteriores. El absoluto hegeliano es el “pensar”, equivalente a la “alétheia” como “des-ocultar” lo oculto, que para los griegos es el “ser en sí”. El hombre que se abstrae del pensamiento deja de ser. La esencia del humano le exige jamás dejar de pensar.
En la construcción de su “absoluto” identifica tres subestadios: el arte, la religión revelada y la filosofía. La primera es una expresión sensible del absoluto. La religión es la representación del absoluto, que no “sentimiento” pero mera grafía o imagen. Por último, la filosofía en Hegel es ese juicio elevado a “concepto”… forma manifiesta del absoluto.
Tema harto complejo, sin duda, pero por ello un reto intelectual a enfrentarlo.