Me temo que la entrevista y el debate, como géneros periodísticos y herramientas de democracia, estén entrando en grave declive. Me temo que les esté aquejando la general devaluación de ideas, instituciones y sistemas que recorre el mundo. Me temo, sí, que el aburrimiento -lo que los jóvenes llaman con tanta propiedad “el abombe”- no sea solo actitud caprichosa del televidente o radioescucha, sino efecto natural que sobre las audiencias provocan la vaciedad, el lugar común, la reiteración y la falta de originalidad. Y me temo que, al parecer, los entrevistados de todos los colores, y los debatientes, no quieran admitir que sea hora de replantearse algunas cosas y de repensar otras tantas.
Siempre pensé que la entrevista debía ser una conversación ágil e ilustrada en que dos personas informadas traten temas de interés, afinen sus puntos de vista, precisen conceptos, discrepen respetuosamente, empleen con sagacidad y elegancia la frontalidad o la ironía, para que lectores o espectadores saquen sus propias conclusiones. Sin embargo, desde hace bastante tiempo ya, el género se transformó en un sui géneris evento boxístico en que dos púgiles virtuales apuestan a la derrota del “oponente”. La entrevista, pues, devino, con excepciones, en un combate entre entrevistado y entrevistador, con ganadores y perdedores y, por supuesto, orientado por la perversión del “rating.” El destino del debate parece haber sido peor, al punto que en los foros académicos prácticamente ha desaparecido. Lo poco que queda de la tradición de debatientes, de la que muchos hombres públicos fueron entusiastas cultores, es lamentable. Y lo grave es que, en la sana comprensión de la democracia como sistema de posibilidades de elegir y de vivir, el debate fue y es pieza clave. En el pasado, los debates no siempre fueron edificantes, cierto es, pero quedaba la idea de que, pese a todo, era preciso discutir abiertamente propuestas sobre temas de interés público, contrastar pensamientos, sugerir alternativas, contradecir proyectos. Parecía necesario que, además de proponer, había que someter a discusión la propuesta.
El reciente debate entre candidatos a la Alcaldía de Quito me dejó la impresión de que, aparte de dos personalidades y de dos estilos que se disputaron las preferencias, la gran ausente fue Quito, su proyecto, su futuro, su idea como espacio para vivir y prosperar. Los alcaldes no son políticos combatientes; son gestores de la ciudad, administradores legítimos de ese concepto perdido en el tumulto de las urbes, que debemos rescatar y que es el vecindario sustentado en la identidad, en la solidaridad, en el afán de vivir bien en comunidad. Me quedé con la impresión de la ciudad ausente del debate. Me hizo falta Quito, mi ciudad de adopción.