fcorral@elcomercio.org
Parecería que a los empresarios hay que tolerarles porque no queda más remedio. Parecería que sus demandas -cada vez más escasas y tímidas- están envenenadas por el afán de explotación, que a la iniciativa privada hay que mirarla con sospecha, que la inversión es una aventura perversa, que el lucro es ilegítimo siempre. Parecería que aquello de que la propiedad es un robo es la regla, la consigna, la convicción.
Sin embargo…, y más allá de los prejuicios, y de las ideologías que se derrumbaron por arcaicas y por falsas, la verdad es que los empresarios y la inversión privada son el sostén de un país, son la fuente de empleo permanente y productivo, son los tributarios más importantes de las arcas fiscales. Son los inventores que imaginaron la máquina a vapor, el telar industrial, el automóvil, teléfono, télex, el fax, el celular, el rayo láser, las redes sociales. Pregunto, ¿qué inventó el Estado? El poder, las leyes, sí, y también la represión.
Escucho los discursos de todos los días -de todos y de todas- y de su contexto, y obviando los adjetivos, los latiguillos y la poesía, parecería que o los empresarios no existen, o que no tienen importancia; que no tienen derechos, y que los pocos que se les reconoce de mala gana y con toda suerte de reservas, están sometidos al acertijo de la interpretación de las normas, a la aventura de las nuevas leyes, a los periódicos terremotos de las medidas, al drama de los procesos, a la perpetua inseguridad. Son los grandes ausentes del debate nacional.
Los empresarios tienen derechos, y obligaciones, porque son parte fundamental de la sociedad. Son los empleadores, los pagadores; son aportantes a la seguridad social; son los contribuyentes, los depositantes en los bancos, los demandantes de crédito; son los constructores, los prestadores de servicios. Son los que se atreven a colocar su dinero para producir en las zonas más distantes e inhóspitas; son los que lidian todos los días en la siembra, en cosecha, en el laboratorio, los que crean o importan tecnología, los que negocian con el sindicato, los que enfrentan los conflictos y las incomprensiones.
Esos empresarios –los honrados que son más- necesitan un poco de equidad, razonable libertad, bastante confianza y seguridad. Necesitan reglas claras y equitativas. Necesitan que Estado entienda la naturaleza incierta y riesgosa de la inversión, necesitan que el régimen laboral no se convierta en la ley del embudo. Necesitan que la ley sea justa y clara.
Que los empresarios tienen responsabilidades, claro está: las sociales, las laborales, las tributarias y, fundamentalmente, las ambientales.
Por eso, el ordenamiento legal debe apostar al difícil pero necesario equilibrio, ese que riñe con el complejo de explotación que nos agobia.