En enero de 1977, Roland Barthes pronunció su lección inaugural en el Colegio de Francia, la más alta institución de cultura en una sociedad que ha girado siempre en torno al pensamiento y la literatura y ha otorgado a los intelectuales, como quizá ninguna otra sociedad del mundo, un poder indiscutible y una influencia decisiva.
En aquella «lección», ante un público que no está sujeto a inscripciones ni exámenes pero asiste a las conferencias de sus miembros por el puro gusto de escucharles y el interés en sus ideas, el famoso lingüista y semiólogo afirmó que “el poder está presente en los mecanismos más sutiles del intercambio social, no solo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, la opinión corriente, los espectáculos, los juegos, el deporte, la información, las relaciones familiares y privadas y hasta en los impulsos liberadores que intentan impugnarlo”. Y agregó, como una aclaración: “Llamo discurso de poder a todo discurso que genera la culpa y por tanto la culpabilidad de quien lo recibe”. (Cf. «Leçon», Paris, Éditions du Seuil, 1978).
La omnipresencia del poder, por consiguiente, obedece al carácter raigal que tienen la noción y la conciencia de culpa en la cultura occidental.
La noción de la culpa tuvo una función preponderante en el mundo ya desde los tiempos más remotos, y adquirió una importancia capital entre los griegos, cuya alma de artistas les llevó a imaginar castigos de crueldad ilimitada para las culpas de los humanos y los dioses, entre quienes no había más diferencia que la condición mortal de los primeros. Si a esa herencia sumamos la teología católica, que fue construida sobre la tradición hebrea modificada en forma radical por la cultura helénica, es fácil entender el pensamiento de Barthes: en efecto, ninguno de los dogmas católicos tendría sentido sin la idea de una culpa primordial y hereditaria; y como la cultura occidental ha sido modelada sobre una incuestionable conciencia cristiana (en sus diversas versiones, pero con preponderancia católica), no hay cultura moderna de Occidente que no se encuentre traspasada por algo que es mucho más que un concepto porque incide en los trasfondos más profundos de la conciencia humana.
Lo que más llama la atención en el pensamiento del semiólogo no es, por consiguiente, la omnipresencia de la conciencia de culpa sino la vinculación que él estableció entre la culpa y el poder. Esa capacidad de hacer que otro u otros actúen en tal o cual sentido y obedezcan tales o cuales normas, según este pensamiento, sería correlativa a la capacidad de generar culpa en el destinatario de cualquier discurso. Conquistar el poder sería entonces conquistar la posibilidad de culpabilizar a los demás.
A la luz de esta idea, puesto que la política es la actividad que permite al ser humano dar una forma determinada a su natural socialidad, la conclusión resulta aterradora: si organizar la vida social es inexcusable, estamos condenados a culpabilizarnos los unos a los otros. ¿O será que Barthes estaba equivocado?