Sin una eficaz administración con fines estratégicos y un esquema riguroso de control, el petróleo es una maldición. Lo ocurrido estos últimos diez años es una muestra patética del uso de la estatal Petroecuador para beneficiar a empresas y funcionarios, hoy envueltos en escándalos de corrupción.
Es sintomático. En el anterior gobierno se ideó un esquema que superó con creces lo que era un secreto a voces en la contratación petrolera durante décadas: algunas compañías nacionales y extranjeras se beneficiaban de proyectos con el pago de una comisión (coima), a través de un lobby político.
La revolución ciudadana fue mucho más allá. Fue, por así decirlo, más sofisticada. Los funcionarios que estaban al frente de las operaciones y hoy están encerrados por sus presuntos delitos enterraron los concursos públicos y aplicaron el giro específico del negocio para entregar contratos a dedo por los cuales recibían millonarios sobornos en paraísos fiscales. No lo hicieron al margen de una política gubernamental sistemática. Quién allanó el camino para esta práctica discrecional fue el ex presidente Rafael Correa, quien sentó un funesto precedente al firmar los decretos de emergencia –que eliminaron los concursos- para contrataciones de obras públicas, desde el 2008.
La actual administración de Petroecuador ha denunciado los alcances de esas prácticas corruptas y está revisando decenas de contratos con irregularidades para identificar a los responsables y evaluar las millonarias pérdidas.
En la entidad hay varios equipos de la Contraloría. Se han iniciado juicios penales y se ha declarado la terminación de convenios lesivos. Se están renegociando los abusivos convenios de preventa petrolera con China.
Estas acciones han desatado reacciones, especialmente de contratistas que hoy presionan a las autoridades para que los dejen ‘trabajar’ en paz, como en los viejos tiempos. Depende del Gobierno mantener la coherencia y respaldar a funcionarios empeñados en recuperar Petroecuador de las mafias petroleras.