Afortunada coincidencia: precisamente hoy se cumplen cien años de la circulación del primer número del diario El Universo, cuya vida ha estado estrechamente unida a la historia de Guayaquil y del Ecuador en el siglo XX. Su fundador, Ismael Pérez Pazmiño, fue un hombre que llevó en la sangre la vocación del periodismo. Al fundar su periódico no lo hizo como quien funda una empresa para hacerse rico, sino como quien cava la trinchera de su propia lucha por hacer de su ciudad y su país un reducto de paz, libertad y tolerancia. Sus herederos, como ya todos los periodistas, se encuentran ahora ante el desafío de la nueva tecnología.
Las redes sociales, en efecto, han hecho posible una comunicación directa de los actores sociales, que se comunican mutuamente las noticias, las comentan, las distorsionan, las utilizan y las olvidan.
Cada día son más numerosas las personas que declaran haber perdido la costumbre (si alguna vez la tuvieron) de leer periódicos o escuchar noticieros, pese a lo cual se consideran mejor informados que aquellos que sí lo hacen. Estar informados, según ellos, es conocer “en tiempo real” (es decir, al instante) cualquier acontecimiento en el campo que es de su interés, y tener la posibilidad de emitir su propia opinión en forma inmediata. No obstante, en la mayor parte de los casos, esa información en tiempo real tiene un origen que permanece en la sombra: su veracidad, por lo tanto, no tiene garantía, y el que la recibe es incapaz de cuestionarla.
Me parece que precisamente en ese anonimato de las fuentes se encuentra una de las claves de la liviandad de nuestro tiempo. Cada hecho que ocurre es inmediatamente reemplazado por el hecho siguiente, y nadie tiene ya el tiempo necesario para asimilar y entender. La suma abrumadora de informaciones que se suceden sin pausa hace perder de vista los conjuntos, las relaciones, la línea invisible que vincula cada hecho con sus causas y sus efectos colaterales. Nadie es responsable de nada; el “se dice” ha desplazado al “yo digo”; la sociedad se ha convertido en una inmensa caja de resonancia de una infinidad de monólogos cuyo contenido es aceptado casi siempre como si fuera la verdad; los sujetos se han desvanecido en el aire.
Me pregunto entonces, qué significa hoy la democracia moderna. Nacida del pensamiento liberal, cuyo presupuesto fundamental es la existencia de personas dotadas de razón y libertad, pero también responsables de sus actos, hoy parece zozobrar en un mundo de voces anónimas que provienen de individuos que han dejado de ser sujetos de razón y se someten al bombardeo de noticias “en tiempo real”…
Surge de allí la tarea que corresponde al periodismo de hoy. Su proclamada defensa de la democracia debe ser redefinida. Ya no puede fingir la virginal independencia de los tiempos liberales: ahora tiene que jugarse entero contra todas las formas de enajenación y en defensa del desprestigiado oficio de pensar.